Ninguna democracia puede funcionar de forma adecuada sin un respeto escrupuloso a la división de poderes -legislativo, ejecutivo, judicial- establecida por Montesquieu en tiempos de la Ilustración. Nuestro país es un excelente ejemplo de ello. El sistema de elección de presidente del Gobierno, mediante sesión de investidura en las Cortes, supone un trasvase de poder desde el órgano legislativo al ejecutivo que se devuelve luego con creces a lo largo de la legislatura. Congresistas y senadores quedan convertidos en marionetas sin criterio propio, por mucho que la Constitución diga lo contrario, haciendo de la culiparlancia el procedimiento habitual para aprobar las leyes. Daría lo mismo que las Cortes no se reuniesen y un contable estableciese, de acuerdo con la distribución de escaños y los pactos alcanzados, el destino de cualquier proyecto legal.

Pero peor es aún la permeabilidad que se da entre Gobierno y poder judicial. Si los protagonistas de los rifirrafes montados alrededor del proceso soberanista catalán se han quejado de la judicialización de la política, el Gobierno del presidente Sánchez ha profundizado aún más la habitual y nefasta politización de la justicia, con el episodio escandaloso del nombramiento como Fiscal General del Estado de quien había dispuesto de la cartera del ministerio de Justicia en la legislatura anterior. Pero si es obvio que la señora Delgado dista mucho de tener el perfil deseable para dirigir a los fiscales españoles, aún es peor que el Gobierno proyecte cambiar los procesos penales poniendo en manos de la Fiscalía la fase de instrucción. Es verdad que ese sistema funciona bien en otros países, pero, para que así sea, resulta necesario que los fiscales gocen de absoluta independencia. Que quien ocupa su cúpula sea nombrado por el Gobierno supone una tergiversación del equilibrio diseñado por Montesquieu que vicia por completo todo lo demás.

Cambiar los códigos, incluido el penal, para adaptarlos al paso del tiempo es obligado. Redefinir los delitos de sedición y rebelión en un mundo en el que las redes sociales tienen más poder que los regimientos armados resulta por completo necesario. Pero llevar a cabo las reformas con el ánimo de manejar la Justicia desde la política supone dejar bajo mínimos la calidad de nuestra democracia. La fuerza de los votos es el punto de partida necesario y deseable pero no puede convertirse en dictadura que invada todos los órdenes de la administración del Estado. Si es evidente que se tiene que llegar a un acuerdo para que se renueven órganos como el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, aún más necesario resulta que se garantice la separación escrupulosa de los tres poderes definidos por Montesquieu. Comenzando por la elección directa en las urnas del presidente del Gobierno.