Cuando se han vivido ya algo más de dos tercios de la propia existencia, no son pocos los que se preguntan qué es la vida y hay algunos que tienen la fortuna de encontrar una respuesta a tan compleja cuestión y la generosidad de compartirla con nosotros. Así ha sucedido con Gabriel García Márquez, el cual en Vivir para contarla nos deja como pórtico, en una obra que es una parte de sus memorias, la siguiente frase: "La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla".

No estoy del todo de acuerdo con la conclusión de tan genial escritor. Es verdad que en cada vida el ingrediente más abundante, y con mucho, es el pasado: el presente es muy efímero porque se convierte inmediatamente en pasado y el futuro, como tal, no forma parte de nuestra vida hasta que pasa por el presente e ingresa en lo ya vivido. Es verdad, asimismo, que el recuerdo es lo que rescata al pasado de las nebulosas tinieblas del olvido. Pero de lo que no estoy muy seguro es del enlace que establece García Márquez entre el recuerdo como antecedente y la necesidad de narrar el recuerdo como consecuente; es decir, no creo que el objetivo de recordar la vida sea para contarla. Tal encadenamiento puede ser lógico para un escritor que se propone relatar su autobiografía. Pero no lo es para el resto de los mortales que saben que su vida no interesa más allá del círculo minúsculo de sus allegados y familiares.

Pues bien, hace unos días, mientras viajaba en taxi, su joven conductor, entre otras cosas, me dijo que su abuelo siempre le decía que "la vida es según la ve cada uno". Cuando escuché este pensamiento, me pareció propio de uno de los que denominé hace tiempo "genios del bastón": personas de edad, que se encuentran con frecuencia en los pueblos de España, sentadas en las plazas o ante las puertas de sus casas, y que llevan, como símbolo de su autoridad, un cayado, en el que suelen apoyar sus manos, haciendo reposar su cabeza sobre ellas. Estos sabios de pueblo suelen reflejar en su rostro la larga vida que llevan consumida y, si se les mira atentamente a los ojos, -escribí entonces- se ve que emana de ellos una gran sapiencia, adquirida principalmente a través de la experiencia y la observación.

Y es que solo alguien que es capaz de mirar la senda vital recorrida con la certeza Machadiana de que "nunca se ha de volver a pisar", salvo -añado yo- mediante el recurso del recuerdo, es capaz de entroncar la vida ya vivida con la percepción personal que cada uno tiene de ella. En esto, hay coincidencia entre la idea del abuelo del taxista y lo que decía el Nobel colombiano: la vida no es tanto la realmente vivida cuanto la recordada. De tal suerte que en la mente nos queda la vida vivida, pero justamente cómo recordamos que era.

La sentencia del abuelo sabio del taxista también puede predicarse del presente de la vida, cuya característica esencial es que se va transformando continua e irremediablemente en vida pasada. Pues bien, la vida recién vivida -y, por tanto, la percepción global sobre la misma- también es según la veamos. Si vivir, según el diccionario de la RAE, es tener vida y, por tanto, la vida es del que la tiene y no de ningún otro, la visión personal de su existencia es determinante para calificar cómo es su vida.

Por eso, en los tiempos vertiginosos en que vivimos es del todo aconsejable detenerse a reflexionar para buscar el sentido de nuestra existencia. Pero, no para verla con ligereza y autocomplacencia, sino adoptando como punto de partida el de que vivimos por algo y para algo.

Me van a permitir que comparta con ustedes mis conclusiones al respecto. Hace unos años escribí una Tercera de ABC titulada La vida como préstamo. Y allí decía, entre otras cosas: "Si hay algún acto involuntario del ser humano que le afecta absolutamente es el hecho de existir. Desde una perspectiva puramente racional, parece que todos nosotros deberíamos tener algo que decir ante un acontecimiento de tanta trascendencia. Y, sin embargo, las cosas son de tal modo que ni siquiera es posible preguntarnos si queremos venir al mundo. Somos concebidos por otros y, por ese acto de ellos, recibimos la vida. Pero no nos la dan para quedárnosla eternamente, sino para devolverla en el momento de la muerte". Agregaba: "Nacer supone, por eso, una especie de préstamo en el que cada uno de nosotros es el principal obligado, pero sin tener la más mínima intervención: se nos da la vida sin haberla pedido, y nos obligan a entregarla en otro momento inicialmente incierto, que también se escapa, aunque no enteramente, al ámbito de nuestra voluntad". Añadía: "Si no tenemos la más mínima intervención en la fijación del capital prestado ¿podemos sentirnos obligados a devolverlo con intereses?". Y concluía: "Racionalmente hablando, la vida como préstamo tiene sentido si se entiende que tenemos que devolverla a la Humanidad y que no cumplimos con esta entregando cualquier vida, sino la mejor que podamos construir con todos los medios que la propia sociedad pone a nuestro alcance".

Hoy, algo más de ocho años después, sigo pensando lo mismo, y puedo asegurar que sigo viendo la vida de la misma manera: tratando de devolver, cuando llegue mi momento, la mejor vida que haya podido construir con todos los medios que tuve a mi alcance.