A pesar de haber publicado varias decenas de libros con su firma, Manuel Fraga confesó alguna vez que lo que de verdad le gustaba era escribir en el Boletín Oficial del Estado. No se trata del periódico de mayor difusión, desde luego; pero sus columnistas son sin duda los más influyentes del país. Con su sola rúbrica en un decreto pueden hacer que se construya un puente incluso en pueblos que carecen de río, si preciso fuere.

Por desgracia, la colaboración en el BOE está solo al alcance de un número muy limitado de abajo firmantes, encabezados por el Rey que, en sus funciones de jefe del Estado, es uno de los más habituales. Para incorporarse a esa selecta plantilla hay que ganar unas elecciones, o al menos, empatarlas; de modo que a uno lo nombren ministro, aunque sea de Marina o de Igualdad.

Tradicionalmente reservadas a socialdemócratas y conservadores, las delicias del Boletín empiezan a disfrutarlas también ahora los ministros de Unidas Podemos, que son la parte más progresista del Gobierno, según se sale a la izquierda. Lo raro del caso es que una situación tan normal, si bien no habitual, haya provocado una escisión dentro del partido.

Una rama particularmente anticapitalista se ha desgajado, en efecto, del frondoso árbol de Podemos, bajo la alegación de que sus jerarcas forman parte ya de la casta de mandarines contra la que arremetían hace apenas cinco o seis años. Inspira algo de ternura la ingenuidad de los escindidos, que al parecer ignoraban hasta ahora el carácter estrictamente mercantil de la política.

Se entiende, no obstante, que un grupo enemigo del capitalismo rechace la entrada en un gobierno sometido -como todos- a los principios liberales y socialdemócratas de la Unión Europea. Si acaso, pudieran haberlo pensado antes. Cuando uno decide ingresar en el mercado del voto, está aceptando implícitamente las reglas de la oferta y la demanda que lo caracterizan.

Como cualquier otro negocio, la política se basa en la captación de clientes mediante una oferta de servicios que se publicita durante las campañas electorales. La única -y accidental- diferencia es que la clientela paga en votos y no en euros; aunque los primeros son fácilmente convertibles en moneda de curso legal si un partido obtiene el número suficiente para formar gobierno.

La ideología es en estos casos un asunto mudable, hasta el punto de que uno puede pasar de pedir la destitución de los Borbones a aplaudir su aparición en el Congreso durante el acto inaugural de la legislatura.

Lo que de verdad alimenta a un político es el voto contante y sonante. De ahí que un presidente autonómico como Alberto Núñez Feijóo parezca mandar más que el jefe del PP, Pablo Casado, a despecho de que este último sea su superior en el cuadro de mandos del partido. O que el alcalde de Vigo tenga, en apariencia, más mano en el PSOE gallego que su líder orgánico y candidato a la presidencia de la Xunta.

Por prosaico que resulte todo esto, lo cierto es que los partidos funcionan como empresas de prestación de servicios cuyos beneficios dependen de la fidelidad de la clientela. Es esta última la que con su voto da acceso a la firma en el BOE donde le gustaba escribir a Fraga. Muchas décadas después, otros políticos nada sospechosos de fraguismo están descubriendo el discreto encanto del Boletín. Que sea para bien.