La mesa donde se reunía el legendario rey Arturo con sus caballeros para estudiar los asuntos que interesaban al reino era redonda, como todo el mundo sabe. La opción por lo circular era buscada de propósito para asegurar que en ella no había lugares de privilegio y que ninguno de los que se sentaban a su alrededor sobresalía sobre los demás, excepción hecha de la fuerza de su brazo y de sus argumentos. Y tal parece, según los estudiosos, que esa era la costumbre entre los antiguos celtas. En cambio, la mesa donde Jesucristo convocó a sus discípulos para celebrar la Última Cena, con un cordero asado y el vino y el pan correspondiente, era rectangular. El asunto no tiene una importancia menor desde un punto de vista simbólico, ya que, sobre la mesa, o debajo de ella, ponemos las cosas que más nos importan. Digo esto porque ayer por la tarde se celebró en el Palacio de la Moncloa la primera reunión de la llamada Mesa de Diálogo sobre el procés catalán, y el formato elegido por las partes fue el rectangular según pudo verse en las primeras imágenes servidas a los medios. Una mesa relativamente larga que no es la habitual en los Consejos de Ministros, ni tampoco la mastodóntica utilizada para acoger las cumbres interterritoriales con las comunidades autónomas (la estructura competencial de Estado impone estas servidumbres). Empezando a contar por la izquierda se sentaron siete representantes de la Generalitat y por la derecha otros tantos del Gobierno central. A la hora de escribir este comentario no había finalizado la reunión, que no tenía orden del día ni tampoco tiempo de duración previsible. En cualquier caso, da igual. Esta mesa, fuera del objetivo político de dialogar y aparentar cordialidad no puede ir más allá de lo que establece la legalidad que marcan la Constitución española y el Estatuto de autonomía de Cataluña. El señor Sánchez sabe perfectamente que no está en su mano concederle a Cataluña la independencia ni la categoría de Estado asociado. Y el señor Torra y los partidos secesionistas que le ayudaron a investirse a la fuerza como presidente de la Generalitat también saben que no tienen la fuerza necesaria para imponer la autodeterminación, ni para insistir en una segunda declaración de independencia, que ya vimos todos en que quedó. En esa tesitura, el frente de la guerra dialéctica impone a los contendientes cavar trincheras, fijar posiciones, y todo lo más lanzar sobre el enemigo sonoras amenazas verbales (el difunto Gila le hubiese sacado mucho partido a la situación). Otra cosa es aprovechar esa previsible sucesión de entrevistas en Madrid, Barcelona, o en cualquier otro lugar que aconseje en cada momento el turismo político, para buscarle alivio penitenciario a los políticos presos sin incomodar demasiado a las más altas instancias judiciales. Por supuesto que, sobre esas mesas, o bajo ellas, también se negociará discretamente sobre cuestiones económicas pendientes de resolver desde hace bastante tiempo. El dinero, es cosa sabida, engrasa la política y la hace avanzar sin rozamientos. No en vano se expresa que, cuando un negocio sale bien, se dice que salió redondo. Como la mesa del rey Arturo.