Decenas de corajudos comentaristas decretan por estas fechas que el miedo es el peor virus, o que el verdadero coronavirus es el miedo, con otras variantes de la ecuación. Se refieren por supuesto a que los demás humanos son víctimas del pánico irracional, mientras que los preclaros analistas se mantienen a salvo de estas flaquezas residuales de tiempos primitivos. Sin embargo, ninguno de estos héroes nada anónimos ha rematado su denuncia del pavor ajeno con un enérgico "por descontado, mañana mismo vuelo a Wuhan para demostrar mis tesis sobre la histeria colectiva".

Una vez agotado el miedo como solución epidemiológica, los expertos cargan contra el virus del racismo, que presuntamente habría victimizado en el resto del mundo a los naturales del inmenso país asiático. La determinación acusatoria no explica que el confinamiento de hasta cincuenta millones de chinos fue decretado por Pekín, y quizás demasiado tarde. Frente a este ecumenismo meramente teórico, por primera vez se ha impuesto a escala global el "distanciamiento social" como virtud reactiva a las grandes infecciones. Esta doctrina se fortalecerá en futuros embates.

Los valientes de salón olvidan que despreocuparse es preocupante, y que una cuota racional de miedo resulta estimulante para la convivencia. Puede ser solo una casualidad que los más entusiastas defensores del miedo como virus trabajen en despachos aislados, por lo que serían el último eslabón de la cadena de contagios. En instituciones como los aeropuertos, desde esos ámbitos de gestión bien guarnecidos se prohíbe a los empleados que trabajan cara al público que usen mascarillas, para no transmitir el mismo miedo de antes.

Hasta donde se puede comprobar, ninguno de los renombrados artículos sobre el coronavirus como ensoñación digna de Manuel Marchena procede de los servicios sanitarios chinos, que se dejan literalmente la vida con al menos seis médicos fallecidos. Otros 1.700 trabajadores sanitarios han contraído la enfermedad que contribuyen a curar. El auténtico racismo no radica en la estigmatización de cualquier persona procedente del gigante asiático, sino en una relativización de la epidemia que jamás se hubiera tolerado en el caso del sida. Por lo menos, desde que empezó a cabalgar por Occidente.

Los denunciantes del miedo al virus como si fuera una debilidad tachan al mismo tiempo de exagerada la suspensión del Mobile, pero tampoco habían confirmado que serían los primeros en visitar los pabellones de firmas digitales chinas. Recuerdan el furor guerrero de los políticos estadounidenses que en 2003 exigían la liberación a muerte del Irak de Sadam. En ningún caso se mostraban dispuestos a acompañar a los soldados, a su debido tiempo se demostró que ningún congresista estadounidense tenía a un hijo en la guerra. Los aficionados a las películas de terror saben que nadie deja de disfrutar de un miedo por haberlo atravesado antes. La ansiedad se cultiva para prolongarla. En uno de sus fenomenales libros colectivos, John Brockman planteaba a las mentes más privilegiadas del planeta ¿De qué deberíamos preocuparnos? El centenar y medio de respuestas planteaban la polaridad provocada por la cuestión. De una parte, están quienes creen que la humanidad pagará su descuido al no reforzar con sistemas de seguridad su dependencia de internet o de los mercados financieros. En el bando opuesto militan quienes sostienen que la ausencia de inquietud es la fuente de la felicidad.

En el libro sobre las principales preocupaciones contemporáneas, Nassim Nicholas Taleb sintetizaba las pretensiones de este artículo en una línea, al dictaminar con su proverbial radicalismo que un bombero es mucho mejor en la detección de riesgos que un economista experto. En efecto, al apagafuegos le va la vida en ello, a diferencia de los detectores del virus del miedo que se limitan a recoger un estado de ánimo fruto tal vez de su última sobremesa.

Susan Sontag ya alertaba contra el uso de la enfermedad como metáfora, en un ensayo que reescribió a raíz del estallido del sida. Pero se refería a la valoración que efectuaba el paciente, no a los medidores a distancia de miedos ajenos. Es probable que el coronavirus no sea la epidemia definitiva, the big one, según los patrones de transmisión. Sin embargo, la supervivencia da la razón simultáneamente a quienes decían que la situación no era para tanto y a quienes dieron el máximo para salvarse. Lo peor de sustituir el virus por un miedo es la pobreza argumental. Debieron recurrir al argumento básico, el precio medio de la vivienda en Hong Kong sigue superando el millón de euros, una cifra impropia en el vecindario de la peste.