Llega en tiempo de disfraces, como La máscara de la muerte roja, de Edgar Allan Poe, y con mascarilla, como la máscara aviar de los médicos medievales de la peste negra. Mata menos que la gripe estacional -aunque al que mata lo vuelve difunto del todo-, pero trae el nerviosismo de los mensajes que piden calma.

El coronavirus es cantado por el populoso coro de Nabucco de los medios de comunicación y su coreografía cierra las ciudades de China y los pueblos de Italia, no abren las tiendas, se restringe la entrada a los supermercados y se desabastecen porque los pobres abarrotan los carros de víveres mientras los ricos compran oro para que el Covid-19 no les quite lo que han ganado con la adrenalina de su especulación. Los bancos, viejos con pésimos hábitos, contraen la neumonía y países enteros con enfermedades previas, como Japón o Italia, pueden recaer en depresión.

Hay contrastes que parecen órdenes contradictorias. No se puede presentar telefonía de vanguardia por miedo a que los vendedores se contagien, pero los representantes de mascarillas venden toda la mercancía de su coche a las nueve de la mañana. No se interrumpen los vuelos para que no caiga el negocio de los aviones de atmósfera presurizada y apretujada, pero por un solo caso se impide el desembarco de miles de cruceristas oreados por la brisa marina en diez cubiertas, quizá porque hasta mediados del XIX las epidemias viajaron en barco.

Vela por nosotros una OMS que avisa de que no y de que sí, alternativamente, y una UE que destina 10 millones de euros a investigar sobre el microbio cuando entra en su frontera, un mes después de que asomara en Asia. Mata menos que la gripe estacional, mata menos que la gripe estacional, mata menos que la...