En los primeros años de la década del setenta del siglo pasado, la ciudad francesa de Perpiñán fue un lugar de referencia para los españoles que querían ver cine erótico, o comprar libros que a este lado de la frontera eran fruta prohibida. Aun no se había muerto el dictador que no consentía tales entretenimientos, pero ya se adivinaba que estaba a punto de desbordarse la estimulante marea de la libertad de costumbres. Cuarenta años de represión nacional-católica producen esos efectos perversos. En Vigo, en un tiempo, muy breve, en que fui director en funciones del ya desaparecido El Pueblo Gallego, autoricé la publicación de una noticia en la que se daba cuenta del proyecto de algunos conocidos personajes locales de contratar un avión para acudir a la proyección del Último tango en París, una película que entonces movía a escándalo pero que ahora se pasa en las televisiones casi en horario infantil. La noticia tuvo su impacto y me llamó desde Madrid un alto cargo de la entonces llamada Prensa del Movimiento para reprenderme por esa iniciativa. "¿Pero, tú sabes para que quiere Marlon Brando la mantequilla?" me preguntó. "Ni idea -contesté- supongo que para desayunar con su pareja". La respuesta no le debió de gustar porque me sugirió que no volviera a tocar el tema. Fueron aquellos unos años propicios a la esquizofrenia y se dieron casos muy curiosos. Como el ocurrido en Santiago de Compostela en 1973. Por un error de la empresa distribuidora se proyectó en el cine Yago la versión para el extranjero de una película española Las melancólicas que estaba protagonizada por Analia Gade, Francisco Rabal y Espartaco Santoni. La versión española no tenía escenas eróticas pero la que iba destinada a ser exhibida en otros países no ahorraba la exhibición de desnudos femeninos. Los asombrados espectadores de la primera sesión no se lo podían creer, pero muy pronto la noticia trascendió entre un público preferentemente estudiantil. Se formaron largas colas en las taquillas una sala de proyección abarrotada y desde toda Galicia empezaron a llegar autocares repletos con viajeros deseosos de vivir emociones fuertes... Hasta que las autoridades tuvieron conocimiento del hecho y pusieron fin al despiporre. Digo lo que antecede porque el fin de semana pasado hemos vivido en Perpiñán un nuevo episodio de la esquizofrenia independentista catalana. Con miles de ciudadanos del Estado español cruzando la frontera con Francia para poder sentirse plenamente ciudadanos de un Estado por nacer. Y junto con ellos un líder, Carles Puigdemont, que convocó a sus fieles a la "lucha definitiva", aunque sin especificar cuándo, dónde, contra quién y, muy importante, con qué medios y alianzas se desarrollará esa lucha. Unas precisiones que acreditan cierta dosis de prudencia entre la dirigencia independentista, ya que, como expresa el exconseller Toni Comin "si de verdad queremos ser libres, tenemos que asumir el precio de nuestra libertad". Complicada operación de cálculo establecer ese precio. Y está por ver, en el resbaladizo terreno de los utópico, que las libertades que promete la hipotética República Catalana sean más amplias y benéficas que las que disfrutan en la actualidad los independentistas. Entre otras cosas les permite conspirar contra el Estado español con cargo a sus presupuestos.