Permítame el lector que dejemos esta vez los grandes asuntos del mundo para fijar la mirada en un lugar de Andalucía de cuyo nombre sí quiero acordarme: el Puerto de Santa María.

Es un lugar que conozco bien por haber pasado en él muchas y muy placenteras temporadas y donde he hecho amigos que nacieron y han vivido siempre allí y me hablan de su rico pasado y su más bien triste presente.

Su casco histórico, donde muchos cargadores a Indias construyeron casas palacio con el dinero del lucrativo comercio transatlántico, se ha ido vaciando por culpa del éxodo de tantas familias que, como en otros lugares, se trasladaron a barrios periféricos o a las nuevas urbanizaciones, en parte ilegales.

Se redujo casi a la insignificancia la flota pesquera, cerraron bodegas y otras industrias que contribuyeron durante tiempo a la riqueza de esta ciudad de la bahía, que entró en progresiva decadencia sin que los sucesivos gobiernos municipales, fueran del partido que fueran, acertaran a hacer algo para remediar ese proceso.

Coincide ahora finalmente todo el mundo en que la única salida de El Puerto es el turismo y hay quien recuerda al respecto la visita que hace ya casi un siglo hizo el rey Alfonso XIII a unas impresionantes cuevas situadas en la Sierra de San Cristóbal, horadadas en el monte por la extracción de piedras que se utilizarían como sillares en la construcción de la catedral de Sevilla, hasta donde viajaron en falúa por el Guadalquivir.

El alcalde de la época creó incluso un patronato para la explotación turística de las cuevas, pero con la proclamación de la Segunda República, se frustraron aquellos planes. Muchos años después, el artista canario César Manrique se interesó también por tan espectacular espacio, pero hoy las cuevas, de las que una parte están situadas en terreno militar, siguen tristemente abandonadas.

No lejos de allí se encuentra el yacimiento del castillo de Doña Blanca, donde los arqueólogos han hallado restos de murallas, viviendas, el puerto fluvial púnico que califican como el más extenso del Mediterráneo, así como una necrópolis perteneciente a una ciudad fenicia que estuvo ocupada desde el siglo VIII hasta el III antes de Cristo.

En esos terrenos se ha descubierto también la que se tiene por la bodega más antigua de Occidente, que estuvo durante años al aire libre, pero que hubo finalmente que cubrir con una capa de arena porque los aficionados al motocross se dedicaban irresponsablemente a hacer allí carreras.

El afán de acapararlo todo atribuido por algunos al profesor de prehistoria que se encargó de dirigir al equipo de arqueólogos que investigó el yacimiento, la absurda disputa con Cádiz por cuál de las dos se lleva el título de ciudad fenicia más antigua de la península y la falta de financiación -¿se le ha ocurrido a alguien, por ejemplo, solicitar a Europa fondos Feder?- hacen que buena parte del mismo esté todavía por descubrir.

El potencial turístico de El Puerto de Santa María es enorme, pero la desidia de muchos, la falta de mecenas locales que se interesen por el futuro de su ciudad, sumado todo ello a la frustrante burocracia del Ayuntamiento, que solo parece poner pegas a quien desea invertir en el vaciado casco histórico, hacen que toda esa riqueza cultural siga desaprovechada.

Por no haber, no hay en la ciudad de Rafael Alberti siquiera un museo del vino o de la sal. ¡Y no será por falta de casas palacio, muchas de ellas desgraciadamente en estado casi ruinoso con los balcones protegidos por mallas! ¿Por qué los responsables municipales no miran, por ejemplo, a Málaga, donde no dejan de abrirse espacios culturales y florece el turismo? ¡Y luego dicen que en El Puerto hay demasiado paro!