El coronavirus, del que algunos de ustedes habrán oído hablar, ha causado mayor mortandad en la reputación de los expertos que entre la población. Fallaron en las predicciones tranquilizadoras, y probablemente yerran ahora en las apocalípticas. A menudo no aciertan ni al describir la situación presente, son incapaces de efectuar un cociente entre fallecidos y enfermos para determinar el índice de víctimas mortales. Se remitían a la gripe como si fuera el Santo Grial, hasta que la Organización Mundial de la Salud recordó que nada tiene que ver con el drama en curso. Y francamente, cada vez que un especialista recomienda lavarse las manos con fruición, la cotización del gremio se hunde un poco más.

Un humilde virus ha cancelado nuestra fe. No podemos escuchar a los expertos vivos, pero tal vez debamos atender a los desgraciadamente fallecidos. Verbigracia, a Louis Pasteur cuando recordaba con modestia que "los microbios siempre tendrán la última palabra". Por tanto, ha llegado la hora de preguntarle al coronavirus por sus intenciones. Si no puedes con ellos, habla con ellos. Al fin y al cabo, llevan en la Tierra mucho más tiempo que nosotros, y la epidemia demuestra que compartimos el feroz instinto de supervivencia.

El Nobel de medicina Joshua Lederberg decretó que "los virus son la mayor amenaza concreta al dominio continuado del hombre sobre el planeta". Aunque sea un experto, podemos aceptar su diagnóstico al tratarse de un genérico. Por tanto, dejémonos de intermediarios con bata blanca, y que acaban de decidir a través de los Colegios de Médicos que hay que alejarse de los hospitales donde se atiende a enfermos de la epidemia. Los periodistas entrevistarán únicamente a coronavirus, los Estados plantearán una mesa de negociación con los bichos, no más absurda que la de Estados Unidos con los talibanes. O la de Sánchez con Torra.