La palabra posverdad fue incorporada en 2017 al diccionario de la RAE, que la define como una "distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales". Se trata de un neologismo creado ya en los años noventa del siglo pasado pero cuyo uso se expandió en esta última década, cuando muchos analistas y medios de comunicación lo incorporaron a su vocabulario habitual para referirse genéricamente a todos aquellos contenidos dudosos o inciertos que buscando incidir en los sentimientos y opiniones de la gente, circulan por medios tales como internet y las redes sociales prescindiendo de filtros y controles de veracidad.

En general, esta "era de la posverdad" como a veces se la nombra, ha sido propiciada por la facilidad y rapidez de las nuevas tecnologías digitales para difundir todo tipo de mensajes no contrastados que apelan más a las emociones que a la razón de sus destinatarios. Pero la misma expresión posverdad señala un cierto vínculo con el posmodernismo filosófico que alcanzó su cénit precisamente hacia 1990 con la obra de autores que avalaban por entonces un relativismo hermenéutico cuya apropiada divisa venía a ser la frase de Nietzsche: "no hay hechos, sino solo interpretaciones". En otras palabras, en lugar de una inasequible verdad universal, común a todos, solo cabría una multitud de opiniones diversas, tan válidas unas como otras, en función del punto de vista (emotivo más que racional) de cada sujeto.

Este relativismo quizás no creó, pero indirectamente coadyuvó a la formación de la ideología de la posverdad, que permite a sus seguidores emitir, recibir y difundir todo tipo de afirmaciones (basadas con frecuencia en impresiones subjetivas, datos poco fidedignos e intereses particulares), sin preocuparse por el respeto a una objetividad considerada obsoleta: un planteamiento que recuerda por cierto al que se dio en la antigua Grecia cuando sofistas y demagogos dominaron la escena, degradando una democracia que acabó por sucumbir. Cuando no se admiten verdades generales ni hechos objetivos que sirvan de referente compartido sobre el que establecer un diálogo racional, solo queda la lucha por el poder en la que el más fuerte, o el más manipulador, gana. Inversamente, para evitar la deriva demagógica sería necesario rehabilitar de algún modo el concepto de verdad (sin pos), no siempre fácil de obtener pero situada en todo caso más allá del flujo de opiniones parciales y sesgadas.