No me extrañan las riñas entre los socios de Gobierno porque hasta la noche de las elecciones, noviembre de 2019, Sánchez no quería a Iglesias ni en pintura e Iglesias miraba por encima del hombro a Sánchez. Se disputan el mismo espacio desde que Podemos saltó a la palestra confiado en desbancar a los socialistas de la primacía en la izquierda y en hacer con ellos lo mismo que con IU. En los respectivos programas electorales había más discrepancias que lo contrario y en actitudes, aptitudes, formas y comportamientos las distancias eran más que notables. Siempre se vieron como rivales y en las elecciones de 2015 y 2016, con los de Iglesias acercándose al PSOE en sus horas más bajas, los de Sánchez empezaron a tomarlos en serio como rivales a vigilar sin posibilidad alguna de acuerdo. En mayo de 2018 Sánchez gana la moción de censura apoyada por Podemos pero no los lleva al Gobierno. Tras los resultados de abril de 2019, el PSOE mejora y Podemos baja, siguieron los recelos mutuos y solo tras las elecciones de noviembre de 2019, con peores resultados ambos, decidieron formar el Gobierno actual en el que ya afloran diferencias en asuntos no menores. Eran de esperar las discrepancias y lo es que vayan a más. Sánchez pagó a Podemos el apoyo a la investidura con una vicepresidencia y cuatro ministerios de segunda pensando que podría ningunear a Iglesias. Craso error del que empieza a darse cuenta. Sánchez viaja y presume, Redondo gobierna y, mientras, Iglesias tiene todo el tiempo del mundo para pasearse entre aplausos, para enredar haciéndose imprescindible y temible en el gobierno y para garantizarse un asiento definitivo en la casta. En los últimos días Iglesias ha certificado lo anterior. Fue a conferenciar a su antigua facultad buscando un paseo triunfal, pero fue abucheado por un grupo hostil de aprendices de Iglesias que, al grito de "fuera vendeobreros de la Universidad", los clavaron a él y a su partido. Podrían haberle llamado engañabobos pero les pareció más revolucionario lo otro. Iglesias, el numerito le importó un rábano, tiene tiempo también para enredar animando a la protesta contra su propio Gobierno, interfiriendo en áreas que le son ajenas como agricultura o trabajo, saliendo como el macho alfa, dijo bien Cayetana, en defensa de Montero, compareciendo ubicuo en las televisiones y, en fin, haciéndole ver a Sánchez que él, Pablo Iglesias, no va de jarrón chino. Y si todavía no se ha dado cuenta Sánchez, que espere a ver cómo utiliza en su provecho la presencia en el CNI. Y, en fin, Iglesias, en aras de un futuro desahogado en la casta, elimina los límites a sus remuneraciones, permite la ocupación de dos cargos y suprime el límite temporal de 12 años al desempeño de cargos. Así será porque Iglesias lleva ya 6 años con cargo representativo, en Europa y en el Congreso, y el tiempo pasa, porque él y su compañera se sientan en el Gobierno y el Congreso y porque sus ingresos suben como la espuma. A Iglesias le interesan esos cambios y en UP se hace lo que él dice.

Hay quien piensa que las discrepancias entre PSOE y UP no tienen importancia. No comparto esa percepción, un Gobierno, como el órgano de dirección de una gran empresa, no es una mesa de partidos ni una tertulia televisiva en la que gana quien más habla, quien más cámara chupa. Sánchez preside con turbulencias que irán a más un gobierno con Podemos y con IU, dos socios distantes y con mucha prisa por crecer a base de los caladeros socialistas. Mal negocio. En Galicia Caballero formaría gobierno con Podemos, Mareas, BNG, Anova y compañía, con los que no se ha tomado un café porque discrepan sobre las muchas variedades. Pescan en aguas muy próximas que los socios se empeñan en agitar. Iglesias quiere un tripartito, PSOE, Podemos, BNG, para acelerar los planes de reformas institucionales, culturales y territoriales que comparte con las fuerzas más centrífugas de las autonomías. No veo en qué puede mejorar nuestra vida en Galicia un Gobierno de tres o cuatro o cinco, lleno de egos, de ruidos, de improvisaciones y de promesas imposibles.