Lo realmente difícil del feminismo es ser feminista, además de parecerlo. Esta es mi aportación al 8-M de este año, que no me pilló precisamente de subidón. No tengo ganas de filosofías, ni de monsergas, ni de proyectos de ley, ni de protocolos, ni de chapas, ni de manifiestos, ni de vídeos. Sobre todo, por favor, no más vídeos. Las mujeres normales en el tiempo que dura un vídeo nos apañamos tres táperes, hacemos el pedido de la semana por internet, reenviamos cuatro correos del trabajo, ponemos gasolina, ayudamos en la tarea de mates y aún no ha terminado el vídeo del cumpleaños de la ministra, de la visita de la ministra al Instituto de la Mujer, de la visita de la presidenta a las escuelas para niñas de la India, de la visita de la otra presidenta a las zonas catastróficas, de la curiosa respuesta de la vicepresidenta primera en tal o cual programa de la televisión, de la vicepresidenta del Parlament y su política ligera en tres sencillos pasos. La pregunta para todas estas protagonistas de las películas que compiten el las redes sociales por el premio a la mejor feminista sería si hoy han conseguido mejorar en algo la vida de una sola de sus congéneres. Ahora que, además del discurso, tienen el poder y los medios.

¿Alguna novedad en los territorios gobernados por las fuerzas violetas sobre conciliación, sobre monoparentales, sobre esa parte de la detestable reforma laboral que penaliza a las mujeres y vuelve aún más precario su trabajo, sobre protección a las que sufren violencia? La viva imagen del cambio consiste en ver a la ministra de Igualdad, Irene Montero, con su bebé de siete meses en la sala contigua de su despacho oficial, o porteándola de aquí para allá en las actividades propias de su cargo. Dejando de lado el espinoso debate sobre la conveniencia del trajín para el bienestar de la nena, o incluso la viabilidad para el común de las ciudadanas de disponer de la intendencia necesaria para que te acerquen a tu lactante a la oficina, cabe cuestionarse si es a eso a lo que aspiramos, a no desengancharnos de la crianza y el cuidado ni en el desempeño profesional. Mientras decidimos si seguir el glamuroso ejemplo de Montero nos hará más libres y felices, se me ocurren un par de madres que llevan sus hijos a cuestas desde hace años, y cuya calidad de vida se vería muy incrementada con decisiones al alcance de nuestras autoridades, si éstas les quisiesen echar una mirada cariñosa de hermanas. Por un lado está Alba, la niña con parálisis cerebral cuya progenitora lleva ocho años esperando a que su ayuntamiento le otorgue el permiso para construir una rampa sobre una acera en la que hay sitio de sobra. Ocho años subiendo y bajando los seis escalones de su vivienda, con la niña de 50 kilos en brazos, y la silla adaptada que pesa otro tanto. No creo que esta mujer pueda sonreír a la cámara como la ministra, como las presidentas, como la concejala del ramo incapaz de sacar adelante por las bravas una obra ridícula, y que haría tanto bien. Otra es la de Iván, un joven con una discapacidad severa a quien su madre atiende en casa porque tiene una reducción de jornada pagada que se le acabará cuando el chico cumpla 18 años, según marca la ley. Entonces deberá decidir si abandona el trabajo, cuyos ingresos precisa para sobrevivir, o al hijo que necesita atención continuada. Todo un dilema en el 8-M.