Los abogados de Jordi Cuixart, uno de los condenados por sedición en el juicio seguido ante el Tribunal Supremo contra los dirigentes del procés, han solicitado al Tribunal Constitucional que suprima de la legislación española esa figura de delito ya que es un fósil jurídico incompatible con el espíritu de la Constitución de 1978. En opinión de esos abogados, "el fallo del Alto Tribunal responde a una concepción hegeliana del texto constitucional considerándolo como un instrumento de garantía de la unidad de la nación por encima de las personas y sus derechos". Una interpretación excluyente y alejada de la idea liberal de Norberto Bobbio que lo estima, en cambio, como "instrumento de garantía de los derechos de las personas contra el despotismo". En otro apartado del recurso, los defensores de Jordi Cuixart insisten en la conocida tesis de considerar que la respuesta del Estado contra los participantes en el referéndum declarado ilegal, contra los diputados autonómicos que aprobaron las leyes de desconexión, y contra los mismos diputados que más tarde declararon fugazmente la independencia, fue excesiva ya que todos ellos se limitaron a ejercer los derechos de reunión y manifestación, esenciales, por otra parte, en un sistema democrático. La tesis, repito, es conocida y ya la habíamos oído en las largas sesiones del juicio ante el Supremo. El argumento es sencillo de exponer y un poco más difícil de creer. Según nos lo cuentan, los miles de personas que se echaron a la calle para ocupar los colegios electorales en el referéndum declarado ilegal no hicieron otra cosa que manifestar pacíficamente su opinión. Y lo mismo los diputados autonómicos que aprobaron las leyes de desconexión y posteriormente la fugaz declaración de independencia. Todo esto ya lo aclaró en su día la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, al decir que la antes citada declaración de independencia no fue otra cosa que una simple declaración política de carácter simbólico. Es decir, algo de puro trámite, porque los parlamentos son instituciones llamadas a que allí se hable de todo. Por suerte, y pese a la tensión generada en el cuerpo social, no murió nadie y como vulgarmente se dice no llegó la sangre al río. Salvadas las distancias, el argumento recuerda a lo ocurrido el 23 de febrero de 1981. En aquella histórica fecha (todos lo sabemos de sobra) el teniente coronel Tejero secuestró al Gobierno y al entero Parlamento; el general Milans del Bosch, por entonces capitán general de Valencia, sacó los tanques a la calle para apoyarlo; y el general Armada intentó formar un Gobierno de coalición, en el que figuraban supuestamente socialistas y comunistas, para salir del atolladero. En el juicio ante el Tribunal Militar alegaron haber actuado cumpliendo órdenes del Rey, que era constitucionalmente el jefe supremo de las Fuerzas Armadas. El argumento de la defensa no prosperó y los principales implicados fueron condenados por rebelión en esa instancia y posteriormente ante el Tribunal Supremo. Curiosamente a ninguno de los abogados de la defensa se le ocurrió esgrimir los derechos a la libertad de expresión, de reunión y de manifestación de sus patrocinados para justificar su conducta. Ni a su carácter simbólico. Vamos, que el mentado golpe de Estado no pasó de teatralizar un mayoritario estado de opinión en el ejército.