Nuestra época está viviendo una resurrección del espíritu inquisitorial que impusieron los guardias rojos de Mao, en China, durante los tiempos de la Revolución Cultural. Los guardias rojos -que eran casi todos universitarios, igual que ahora- odiaban el pasado porque les parecía humillante y retrógrado. La cultura tradicional -la poesía, la música, la literatura- era un capricho elitista que estaba muy alejado de los intereses del buen campesino o del obrero ejemplar. Los palacios antiguos, los monumentos del pasado, hasta las tumbas demasiado ostentosas, eran símbolos de un poder vergonzoso que ya no tenía derecho a ser exhibido. Y así, los guardias rojos destruyeron museos y santuarios, arrasaron cementerios, quemaron bibliotecas, insultaron y humillaron en público a profesores y a intelectuales, y hasta cambiaron el color de los semáforos -el rojo pasó a significar adelante y el verde fue la señal obligatoria de parada- porque el rojo era el color de la revolución y tenía que señalar todo lo que fuera marchar siempre hacia delante. Por supuesto que hubo multitud de accidentes y atropellos (sobre todo de ciclistas, ya que había muy pocos coches en la China comunista), pero eso les daba igual a los guardias rojos. Ellos solo pensaban en la revolución y en la felicidad colectiva. Los muertos no contaban.

Y ahora parece que hemos vuelto a aquella época. Un periodista cultural ha denunciado que en el Museo del Prado se exhiben violaciones (por el Rapto de las Sabinas y otros cuadros clásicos que describen hechos relacionados con la mitología o con la historia antigua), del mismo modo que un ministro muy orondo y muy ufano -que posee un chalet californiano valorado en varios millones de dólares- se exhibe en el Congreso con una camiseta que reclama Equal Rights, como si esos derechos no existieran aún en nuestro país y él estuviera luchando heroicamente para introducirlos. Se trata de la misma actitud -arrogante, puritana, fanática- que se empeña en interpretar el pasado con arreglo a las ideas del presente y que juega a convertirlo todo en un simple objeto de la propaganda ideológica. Es evidente que en el Museo del Prado se exhiben violaciones, pero también se exhiben asesinatos y torturas, y se exhiben enanos y enfermos y tullidos, y se exhiben reyes y mendigos (y reinas y diosas y ninfas y campesinas), igual que se exhiben monjes y poetas y locos, y criaturas que nadie sabe qué son (están en los cuadros del Bosco). Pero esto es así por la sencilla razón de que el Prado guarda una colección de pintura que recrea la historia de la humanidad y que también es una historia de la imaginación humana y del poder humano y de las obsesiones humanas, ya sean la obsesión de la fe o la del amor o la del deseo o la obsesión insoluble de la muerte. En el Prado se conserva el rostro múltiple de la humanidad, que puede ser maravilloso -como en la Anunciación de Fra Angélico-, o simplemente terrible -como en los fusilamientos de Goya-, o tan hermoso en la contemplación del dolor como el descendimiento de Roger van der Weyden, o tan enigmático como el Rembrandt que pintó a Judith, aquella mujer que le cortó la cabeza a Holofernes. Y por supuesto que hay violaciones -y raptos y batallas y suplicios y martirios-, porque todos esos hechos han formado parte de la historia humana y alguna vez hubo un artista que quiso pintarlos y un patrón -un rey o un convento o un rico mercader- que quiso comprarlos.

Es cierto que todo lo que se exhibe en el Prado corresponde a otra época. ¿Cómo iba a ser de otro modo, si los museos están hechos para recoger el legado artístico del pasado? Es evidente que las cosas que se guardan en un museo pueden ofendernos o pueden horrorizarnos, pero es que la vida humana también tiene la extraña costumbre de ofendernos y horrorizarnos. Los museos recogen las múltiples violaciones que han sufrido las mujeres a lo largo de la historia, claro que sí, pero no las sacralizan, no las defienden. Y uno se pregunta qué es lo que pretenden quienes ahora se indignan por la presencia de violaciones en los museos. ¿Qué quieren, cerrarlos como hicieron los guardias rojos en la China de Mao? ¿Quieren cambiarlos y reescribir la historia del pasado, evitando concienzudamente todo lo que haga referencia a la violencia y a la desigualdad, todo lo que recuerde la religión y la guerra, las matanzas, los suplicios, las plagas, las miserias? Porque al final parece que lo que desea esta gente es suprimir la historia del ser humano, anularla, destruirla. Y sustituirla después por un nuevo manual de comportamiento que nos diga qué es lo que podemos y qué es lo que no podemos hacer. Como esa estúpida obsesión nuestra por frenar cuando vemos un semáforo en rojo.