Para los políticos españoles y gallegos fue como si el coronavirus hubiera surgido de repente esta semana. También para una gran parte de la sociedad. Hace tan solo siete días estábamos hablando del procés, de las peleas entre colectivos feministas por capitalizar las manifestaciones del 8-M y de si los hijos pertenecen a los padres o al Estado„en realidad pertenecen a los abuelos, que cargan con ellos ante el cierre de los colegios„.

Qué sepultados quedan estos asuntos, casi un lejano recuerdo. Pero la infección ya pululaba por ahí desde enero, avanzando de forma exponencial, y nadie actuó para colocarse por delante. Esto acabará superándose, no alberguen ninguna duda. Ojalá entonces no tengamos que lamentar que los efectos fueron mayores por la parsimonia y la frivolidad para hacer lo que había que hacer.

No hay que combatir el miedo, hay que combatir el virus. El miedo no llena la UCI y es una de las más naturales reacciones humanas, imprescindible para sobrevivir como especie. Una emoción útil que nos protege y nos aparta de algo antes de que nos dañe. Resulta normal que el Covid-19 provoque miedo. No hay razón para entrar en pánico porque vamos a superarlo, aunque las drásticas y excepcionales medidas a las que desde hoy estamos sometidos nos asusten. Pedro Sánchez llevaba días proclamando que haría lo que fuera necesario, donde fuera y cuando fuera. Al fin, más tarde de lo necesario, decidió tomar el mando. ¿Pero cómo un microbio que traspasa el planeta se iba a erradicar con cada autonomía haciendo la guerra por su cuenta? ¿Cómo no va a galopar si para ponerle coto hay que esperar a que dieciocho administraciones y miles de ayuntamientos se pongan de acuerdo?

No es tiempo de críticas, tendrán su momento, es tiempo de acabar con la pesadilla. Solo sabemos a ciencia cierta del bacilo que se difunde a una velocidad asombrosa. El objetivo fundamental ya no consiste, por desgracia, en evitar que se expanda, sino en que lo efectúe lentamente. El Gobierno reconoce que la próxima semana habrá 10.000 infectados, y puede quedarse corto. Una menor cadencia de los casos graves dará un respiro a los hospitales. Contamos con una sanidad de lujo, pero no puede atender a la vez a miles y miles de afectados.

Esta crisis debe hacernos recapacitar y recuperar en el comportamiento colectivo e individual el sentido de cualidades como la humildad y la responsabilidad. Somos tremendamente vulnerables. Lo construido durante generaciones puede desmoronarse en un fugaz instante. Humildad significa, en lo público y en lo privado, olvidar la suficiencia y primar la generosidad, la unidad y la sensatez. Velar, en definitiva, por las conquistas sociales y el bienestar, porque igual que vienen, desaparecen. Los políticos han actuado, en general, desnortados y faltos de coraje, en ocasiones hasta de forma irresponsable. Han puesto en riesgo la salud de miles de compatriotas, no solo despreciando una emergencia en ciernes, sino acelerando sus consecuencias.

La sociedad actuó igualmente con inconsciencia. Dudando de lo que veía. Los mensajes para extremar la higiene y reducir la actividad social fueron acogidos con escepticismo. El cierre de centros educativos, como unas vacaciones para divertirse o para una escapada, qué estupidez en la generación mejor formada de la historia. Todos tenemos la misión de atender estrictamente a las recomendaciones.

Una cosa fundamental evidencia también la pandemia: la información de excelencia, clara, precisa, fiable y rigurosa, la proporcionan los medios de comunicación profesionales, un pilar de la comunidad, la voz plural y crítica frente a las arbitrariedades, y no las redes sociales, campo abonado para miles de bulos y manipulaciones o para sesgar con anteojeras el debate. Solo la incidencia de lo que circula por internet explica obsesiones irracionales e infundadas como la del acaparamiento de productos de primera necesidad. En ninguno de los países afectados hubo desabastecimiento y hasta los millones de recluidos salen por turnos a efectuar la compra.

El daño económico suma cifras desorbitantes. El parón desarbola una producción que ya sangraba por otras heridas. En vez de acometer reformas y de solidificar el erario desde la última crisis, la deuda y los momios asfixian los presupuestos. El coste será tremendo, aunque carece de sentido en estos instantes mortificarse. La verdadera prioridad es médica y consiste en que Galicia, España y el mundo salgan rápido de esta y con los menores rasguños. Solo el personal sanitario con su entrega sigue estando a la altura. Qué importancia adquiere preservar la sanidad de los recortes.

Hoy lo realmente importante es defender lo mejor posible, con todos los recursos al alcance, elevándolos hasta donde sea posible e incluso más allá, la salud de los ciudadanos. No hay otra prioridad. Por eso, parece lógico dejar de pensar en cualquier otro objetivo, como la celebración de las elecciones autonómicas del próximo 5 de abril. Cuando las autoridades sanitarias están urgiendo a los gallegos, y españoles, a tomar medidas extremas, a aislarse en sus casas, a padecer onerosos sacrificios, para defender sus vidas..., ¿tendría realmente sentido mantener la convocatoria electoral?, ¿estaría realmente garantizada la participación de todos los ciudadanos en las urnas?

Puestos a encontrar un resquicio, miremos la hecatombe como una oportunidad para fortalecernos y para promocionar valores como la solidaridad, el compromiso, el respeto y el civismo. En la situación más extrema posible de esta fase, y efectos económicos aparte, el drama va a reducirse a una reclusión en los hogares. No es tan incómodo ni desagradable. Bendita normalidad. Vamos a conseguirlo.