Ante el calendario de la pandemia desde sus primeras manifestaciones, las conocidas con permiso de la censura china, hasta su instalación en España con datos fidedignos servidos en tiempo real, se le ocurren a uno muchas cosas y entre ellas no está la de presumir de un gobierno a la altura de las circunstancias. Es cierto que ni la OMS, ni organización sanitaria alguna, ni organización internacional europea o mundial ha sido capaz de conocer y avisar con tiempo de lo que se nos venía encima y es cierto, asimismo, que la impresión más extendida ha sido la del sálvese quien pueda cuando el virus se nos ha colado sin importarle un rábano las fronteras ni los aranceles. Es la decepcionante impresión que se extiende ahora en las sociedades que creían haber expulsado de su funcionamiento cualquier riesgo.

No critico al gobierno de Sánchez por no haber conocido y avisado antes que ningún otro de lo que se incubaba y ocultaba en China. No sería lógico exigirle tal hazaña pero, en cambio, sí me parece razonable criticar su lentitud y su inhibición desde que el 21 de febrero fallece la primera víctima en Italia y su gobierno empieza a tomar medidas. Desde ese momento hasta la entrada en vigor del decreto que declara el estado de alarma a medianoche del 14 al 15 de marzo, pasaron semanas sin que el gobierno Sánchez hiciera otra cosa que dar información tranquilizadora por medio del ministro de sanidad y del director del Centro de coordinación de alertas, dependiente del ministerio. Una información que el día a día dejaba en evidencia con peores datos de contaminados y fallecidos. La incomparecencia presidencial y la inacción de su gobierno se agravó por su activismo presencial en las manifestaciones del día 8 de marzo, una expresión de irresponsabilidad denunciada dentro y fuera de España por expertos de varios países y centros sanitarios. Finalmente y después de que el jefe de la oposición, Casado, pidiese hace seis días la comparecencia de Sánchez para hablar del coronavirus y la adopción de medidas urgentes de excepción, el presidente comparece para anunciar, el viernes tarde, que declarará el estado de alarma cosa que se plasma el sábado tras un consejo de ministros al parecer no exento de tensiones. Una tardanza inaceptable que contrasta escandalosamente con la actividad de los presidentes autonómicos en su ámbito territorial. Una actividad que se concreta en medidas de naturaleza y alcance diferentes en cada autonomía. Medidas restrictivas sobre derechos y sobre la vida de las personas, sobre el funcionamiento de empresas de todo tipo y sobre las mismas administraciones de autogobierno. Si eran competentes o no para tomarlas las autoridades autonómicas será discutible en algún caso, pero en general contaban con cobertura legal autonómica y ante la urgencia y la parálisis del gobierno central fueron medidas inobjetables que, eso sí, dejaron en evidencia a Sánchez y su gobierno.

La entrada en vigor del decreto que declara el estado de alarma pone orden en una situación que necesita cordura, lealtad política y colaboración entre gobiernos. Se concentra el poder en el gobierno central pero eso no puede llevar a ignorar a las comunidades ni al poder local, ni a excesos en el empleo de la autoridad. Sobra la impertinente y desleal actitud de los gobiernos vasco y catalán puestas inmediatamente de manifiesto tras la entrada en vigor del decreto. Y se necesita, obviamente, la máxima colaboración de los ciudadanos para lograr la máxima eficacia de las medidas establecidas.

En Galicia, recomendaciones y decisiones sensatas y con sentido común ya se habían tomado antes del decreto. Faltaba aplazar las elecciones que sigo pensando es una medida a disposición de quien firmó la convocatoria del 5 de marzo. El presidente de la Xunta puede hacerlo por decreto, sin más, porque hay causa que lo justifica. Mejor con el acuerdo de la oposición. No se perjudica a nadie y, al fin y al cabo, la legislatura terminaba en septiembre.