En la viñeta de The New Yorker, el oficinista se retira a un rincón y advierte a su compañero de que "voy a ponerme al día, tengo una hora de pánico pendiente". Las cuotas de susto deben cumplirse a rajatabla. El impacto de una catástrofe no se mide por la felicidad que aniquila, sino por los restantes jinetes del Apocalipsis que se ven arrinconados en el desván por una temporada, con los juguetes viejos. La ruleta de las emociones fuertes solo demuestra la multiplicación de los puntos de ataque a una civilización que se creyó el mito de la inviolabilidad.

Si no fuera por el coronavirus, el mundo blasfemaría ahora mismo contra el cambio climático. Y si no fuera por el cambio climático, estaríamos condenados a perpetuidad al coronavirus. Con el fervor de la rogativas eclesiales en petición de lluvia, el planeta se ha encomendado a que la salvación contra el bicho sea propiciada por un aumento consistente de las temperaturas.

Si existiera una divinidad al servicio de los seres humanos, habría dimitido ante la imposibilidad de satisfacerlos. El único animal que no deja de protestar por una razón y su contraria ha descubierto que el hombre es un virus para el hombre. Por lo menos al lobo se le veía venir, y existía cierta grandeza en derrotar al mamífero de fauces sedientas. Cuando la guerra se libra contra una partícula que mide su tamaño en milmillonésimas de metro, la salvación carece de épica. Sin embargo, la humanidad desarbolada se ha encomendado ahora a los hombres del tiempo, los intermediarios paródicos de los dioses. Les exige que apliquen el bendito cambio climático, de modo que las temperaturas inusuales frían al coronavirus.

El doctor Johnson garantizaba que "puede usted estar seguro de que cuando una persona sabe que van a colgarla en quince días, su mente se concentra de maravilla". Feliz pero falso, porque la incursión de estos días en el medievalismo finisecular cursa con una batería de paradojas. Los seres humanos se debaten en la confusión, incluso en el momento en que una catástrofe planetaria debería afinar sus mentes. La invocación al cambio climático es venial, comparada con la contradicción de que la calidad del aire ha mejorado en todo el planeta gracias al coronavirus, debido a la reducción espectacular en el uso de combustibles fósiles.

Es decir, los grandes números que conllevan pequeñas muertes apuntan a unos datos estimulantes en cuanto a la salud pulmonar de los terrícolas, con respecto a los tiempos recientes en que reinaba la economía. Aunque no era muy popular reconocerlo, el PIB también mata. El confinamiento puede ser inaguantable para quien queda encerrado junto a seres humanos que considera indeseables, pero permite combatir el estrés que, con perdón, también mata en abundancia. Con la espontaneidad que solo puede permitirse un primer ministro italiano, Giuseppe Conte procedía al cierre de Italia con un estribillo de gondolero, "nos alejamos hoy para abrazarnos mañana". Y tal vez nos estrujaremos en un envidiable estado, después de la convalescencia reparadora.

Los globalizadores vendieron con habilidad la primera revolución planetaria sin efectos secundarios. Por eso, la cruel naturaleza no se desquita ahora por la vía del mazazo estruendoso, sino de la ironía contradictoria. Es demasiado sencillo esgrimir el argumento gráfico de que la lucha contra el coronavirus no se basa en una farmacopea sofisticada, sino en el uso abrumador de los plásticos. Parece ser que los diabólicos polímeros aportan una protección salvadora, después de todo. ¿Cuánto tiempo hace que no se escucha una jeremiada contra los plásticos? Será por el espíritu de supervivencia.

En el terreno de las convicciones que se tambalean, sería interesante saber si el pujante colectivo de vegetarianos y animalistas está dispuesto a recibir fármacos que han sido experimentados con animales distintos de los humanos. Al fin y al cabo, no se puede reclamar a todos los idealistas la fe incorruptible contra la medicina del seductor ácrata Ivan Illich, detallada en su Némesis médica. En el mejor de los casos, la tragedia en ciernes será tolerable a escala mundial, pero nadie negará que ha puesto a prueba las certezas volanderas.

Los científicos serios, que se hallan en minoría al igual que sucede en todas las profesiones, concluyen que el cambio climático ha espoleado al coronavirus, que puede ser derrotado a mayor velocidad si el recalentamiento se acentúa. En conclusión, el papel global del ser humano es insignificante en la ecuación. Cómo explicarle a los triunfadores que su éxito trivial se debe a un éxtasis del azar sin demasiada necesidad.