Borja: "Mi abuelo Luis tenía dos costumbres que él consideraba manías. Le gustaba filosofar mientras tomaba un vinín en el bar que había debajo de su casa. Y era un acérrimo defensor de los chistes malos como resumen del significado de la vida. Un día se puso muy serio y me dijo: no dejes que el cinismo se convierta en una forma de comodidad. Y luego se echó a reír, consciente de que se había pasado de solemnidad, pero convencido de que su mensaje había llegado. A mí. Y puedo decir y digo que entre mis numerosos defectos no figura el de ser un cínico tal y como lo entendemos ahora. Sí acepto como válida las enseñanzas del cinismo en sus orígenes como una vía para encontrar la sabiduría y la libertad del espíritu.

Mi abuelo no se consideraba un ejemplo de nada, pero le gustaba decir que nadie podía acusarle de haber sido un traidor, un embustero o un hipócrita. Dejó muchos trabajos para no serlo y bastantes falsos amigos se quedaron por el camino. No aparentaba ser lo que no era y se burlaba de quienes convertían sus vidas en una permanente competición para ganar más dinero, cambiar de coche cada dos por tres y ponerle cuernos a la pareja sin el menor atisbo de remordimientos. Mi abuelo seguía viendo las películas de Chaplin y Buster Keaton cuando le acechaba la tristeza, y sé de buena tinta que superó la ausencia de mi abuela leyendo y releyendo a Chesterton y Agatha Christie. Creo que su devoción por las investigaciones y el humor tenía algo que ver con sus sueños inalcanzables: de niño quería ser cura, detective privado y payaso. Por ese orden. Descartó lo primero porque se hizo ateo, lo segundo no podía serlo porque era demasiado impaciente y lo tercero no parecía una profesión de futuro que permitiera sacar a una familia adelante. Pero nunca dejó de intentar arrancar carcajadas a los demás, sobre todo con su arsenal de chistes malos, muy malos y peores. La última vez que le vi estaba muy enfermo y me despidió con su favorito: ¿Qué hace un pez en el agua? Nada. Y yo me reí por no llorar".