A cambio de poner en serio riesgo la salud, el dinero y quizá el amor de los españoles, la epidemia en curso nos va a convertir en un país de gente virtuosa.

No solo se trata de que dejemos de salir por ahí a los bares con los amigotes y amigotas. Es que ahorraremos un montón de dinero, aunque tal vez eso no vaya a ser de particular utilidad cuando la crisis económica provocada por el bichito nos caiga encima a modo de secuela de la pandemia. Es de temer un cuantioso aumento de las altas en las oficinas de desempleo, que, junto a la certeza de una drástica caída del consumo y el subsiguiente daño a las empresas, no van a compensar lo que se economiza en vinos, copas, gasolina, restaurantes y viajes.

Aparte de esas groseras cuestiones de dinero, lo importante es que la reclusión en los domicilios propiciará que se recupere la vida familiar. Bien es cierto que esa forzada convivencia pudiera desembocar en la ruptura de vínculos matrimoniales. A veces, ya se sabe, no conviene conocer demasiado a la pareja por lo que pueda pasar.

Quedan conjurados, en todo caso, los riesgos de adulterio y, por supuesto, la práctica de la prostitución, que tanto daño hace a las familias y a la sociedad en general, según la opinión de sus franjas más conservadoras.

Se pone fin, igualmente, a la polémica entre los grupos feministas que hace apenas una semana enfrentó a las partidarias de la abolición del comercio carnal y a sus adversarias. La cruda realidad del coronavirus -que por algo tiene evocaciones levemente monárquicas- deja en segundo plano estas disputas, ahora banales.

¿Y qué decir de los vicios tradicionales? No es seguro que el alcoholismo vaya a decrecer del todo, puesto que los aficionados al morapio podrán seguir dándole a la botella en casa; pero tampoco es lo mismo. Hay, por así decirlo, un cambio de paradigma. Sustituiremos el consumo de vino y cañas como modo de socializar típicamente latino por la costumbre más bien nórdica de beber a solas -o en compañía de cómplices familiares- dentro de la propia casa.

Inevitablemente se reducirá, eso sí, la ingesta de otras drogas, salvo que los proveedores establezcan un servicio de distribución a domicilio para los habituales adictos a la fariña y el chocolate. A cambio, y por desgracia, es de prever un sustancial incremento en el consumo de tranquilizantes y antidepresivos en cuanto se normalice la asistencia al médico de familia.

También el virus nos va a quitar por fuerza la muy extendida costumbre del juego. El mismísimo Estado, que con tanto entusiasmo impulsa la ludopatía de sus ciudadanos, ha decidido contribuir a esta campaña de promoción de la virtud suspendiendo todos los sorteos de lotería. Tan solo se celebrarán aquellos que no están por completo en sus manos, como el de Euromillones.

Siempre queda la posibilidad de organizar timbas de póquer en casa, claro está; pero ese es un riesgo menor si se le compara con la supresión de otras tentaciones.

Gana con todo esto la vida de familia, la fidelidad conyugal, la liga antialcohólica y hasta el medio ambiente, favorecido por la caída de emisiones de los gases del tubo de escape. Puede que el virus nos mate de aburrimiento, pero no es menos verdad que a cambio nos hará seres virtuosos, casi de luz. Los clérigos deben de estar dando botes de alegría.