Si alguien hubiese pronosticado hace unas semanas que toda España estaría ahora recluida en casa, con la Policía y el Ejército patrullando las calles, es bastante probable que al autor de la profecía lo hubiesen ingresado en un psiquiátrico. La realidad supera, sin embargo, a la más fértil de las imaginaciones.

El virus de la corona ha dado un golpe de Estado rápido y de efectos contundentes, como suelen serlo ese tipo de pronunciamientos. Reclusión de los ciudadanos en sus casas, limitación de movimientos, prohibición de circular en grupos o siquiera en parejas, acaparamiento de víveres en las tiendas. Es el paisaje típico de un putsch, según lo definió Curzio Malaparte en su Técnica de un golpe de Estado.

No se trata de un cuartelazo tradicional, sobra decirlo. La Constitución sigue vigente, el Gobierno democráticamente elegido es el que toma las decisiones y, en la medida de lo posible, se conservan las libertades ciudadanas.

Aun así, esta parece una situación de guerra en la que el enemigo es un ubicuo virus capaz de causar un número creciente de bajas cada día. Solo se le puede combatir, por ahora, mediante el distanciamiento de las potenciales víctimas. Ello ha obligado a movilizar -o más exactamente, inmovilizar- a toda la población en defensa propia. Es una curiosa batalla en la que lo mejor que el combatiente puede hacer es quedarse quieto para no herir a sus propios camaradas de trinchera.

Lo peor de todo es el incierto desenlace de la campaña. Los estrategas al mando toman aquí, en Roma y en Pekín, todas las medidas que estiman necesarias, por drásticas que sean; pero ninguno se atreve -lógicamente- a pronosticar cuándo será derrotado tan insidioso enemigo.

La lucha contra un contendiente invisible, del que se sospecha que pueda estar en cualquier sitio, resulta agotadora por su propia naturaleza. La población (in)movilizada se lo toma al principio con humor y desenfado, como a veces sucede en el arranque de los conflictos bélicos. Es difícil prever, sin embargo, cuál será el estado de ánimo general cuando llevemos un par de meses de combate a domicilio.

Consuelan un poco los precedentes, aunque en este caso se remonten a poco más de noventa días. Particularmente alentador viene siendo el caso de China, el país que primero sufrió el ataque del puñetero bicho coronado y también el primero en ponerle coto a su ofensiva tras una batalla que se cobró miles de muertos.

Los chinos han demostrado que al virus se le puede hacer frente; y a esa bravura añaden ahora unas muy estimables dosis de generosidad. Una vez superada la fase más dura del combate están ayudando, con su experiencia y sus suministros, a los países que se encuentran en la misma casilla de la guerra que ellos a principios de año.

Es una razón para el optimismo, aunque no sería prudente esperar éxitos rápidos. Todo sugiere que esto está empezando y que habrá un número considerable de bajas antes de que podamos cantar victoria -o al menos empate- frente al Covid-19.

Mientras tanto, no queda sino resignarse a las lógicas medidas de excepción que nos recuerdan que estamos en guerra, aunque no podamos ver al enemigo que se viraliza día a día. Ganaremos, por supuesto; y luego vendrá la posguerra y la difícil gestión de los daños económicos. Ya cruzaremos ese puente cuando toque.