Soy español y me llamo Bruno. Siempre viví cómodamente en mi tierra, gozando incluso de bienes no materiales que, durante una época no muy lejana en el tiempo, era incapaz de valorar. El mar, el sol, la lluvia, el viento, el frio, el calor, la libertad y-sobre todo- el contacto. Recuerdo ir de visita libremente, departir con mis amigos, dar besos a diestro y siniestro, saludar con un fuerte apretón de manos a quien me viniese en gana y hasta abrazar..., pero un día llegó un virus que lo cambió todo. Una enfermedad demasiado contagiosa que arrasó con miles de personas y obligó al resto a vivir confinadas en sus hogares.

El tráfico se paralizó. Quien pudo trabajar desde su hogar así lo hizo. Quien no, tuvo que hacerlo a puerta cerrada con el único fin de tratar de evitar que el país se sumergiese en las cloacas... Porque exceptuando supermercados, farmacias y gasolineras; prácticamente murieron todos los comercios de todo y de nada..., porque nada era necesario más que sobrevivir. Demasiado tiempo. Demasiada desolación. Demasiado miedo y, sobre todo, demasiado silencio. Un silencio que se te metía hasta la entraña mientras sentías vivir un holocausto..., mientras tratabas de convencerte -como sucede en todas las catástrofes-, de que todo concluiría. De que terminaría más temprano que tarde. De que volvería a ser como había sido cuando no éramos conscientes de lo bueno que era.

Y entonces pensé en ellos. Pensé en escapar como lo hacían ellos. Me imaginé saltando la valla que nos separaba, pero al revés. Me visualicé desafiando las concertinas, con las manos ensangrentadas y el alma rota por todo lo que dejaba atrás. Traté de percibir lo que sentiría un africano queriendo escapar de allí en busca de un futuro económico mejor en una Europa que lo despreciaba. Conjeturé sobre cómo habrían sufrido todos aquellos a los que la vida había perseguido desde sus nacimientos con pandemias, injusticias, persecuciones, matanzas, guerras y hambrunas; con la acogida de nadie y el desprecio de muchos... Y pedí perdón. Les pedí perdón por mí mismo y por todos. Quise pensar que, quizás, ellos serían mejores que nosotros y nos recibirían en nuestras pateras. Ellos, que habían sido pasto de toda clase de desgracias, habían tenido la fortuna de un buen clima que los libraba del bicho que mataba a sus enemigos.

Los límites que habíamos ideado para que no nos molestase el África negra, seguirían allí convirtiéndose en nuestro peor enemigo y, a buen seguro, las fuerzas del orden norteafricanas dispararían sin piedad contra todo europeo que pretendiese violar las barreras. Nos gritarían que nos fuésemos a nuestras casas y que no querían ni nuestra enfermedad ni nuestra miseria. La mayoría de nosotros, moriríamos en el intento, porque señores y señoras, muy a nuestro pesar, la desgracia -tarde o temprano- nos acaba igualando a todos y a nuestras inconmensurables fragilidades.