Acecha la primavera a la ciudad desierta. El mar es una presencia sobrecogedora frente al frágil trazado del paseo marítimo sin un alma. Las olas rompen contra las rocas con un fragor acentuado por el silencio novedoso del tráfico casi inexistente a las once de la mañana de un día laboral. Este es el panorama que observo a través de la privilegiada ventana de mi piso de alquiler. De vez en cuando aparece alguien paseando a un perro o demorando su regreso a casa con una bolsa de la compra o con una barra de pan y un periódico bajo el brazo. Las gaviotas, ya de por sí muy confiadas, campan a sus anchas por las aceras y esperan pacientes cerca de los contenedores de basura. Otras aves marinas, cuyos nombres no me atrevería a aventurar sin consultar al ornitólogo y escritor Antonio Sandoval ( Para qué sirven las aves, La Torre...), se animan a acercarse en vuelos muy bajos a la ribera.

A estas horas, debería estar en Molotov, la agencia de comunicación donde trabajo, pero hoy vamos a tratar de organizar las escasas tareas que tenemos entre manos desde casa. No es fácil, la incertidumbre por la viabilidad a corto plazo de la empresa ocupa buena parte de mis pensamientos. Los cuatro adolescentes con los que M. y yo compartimos este encierro ocupan el resto, y también el espacio. Hay que decir que lo llevan muy bien, a pesar del desbarajuste. Hasta se han animado a leer. Yo, al contrario, no consigo centrarme en ninguno de los libros que apilo por todas partes y que voy picoteando con desgana, sin decidirme. También me cuesta escribir. Hay una pregunta recurrente entre los lectores siempre que acudo a una charla o a una presentación de un libro, "Pero ¿puedes vivir de la escritura?". La respuesta es tan obvia que suele avergonzarme responderla y, enseguida, hago alusión a mi trabajo de asalariado, el que me permite pagar las facturas y el alquiler de este piso humilde pero cuyas ventanas asoman al océano y al distópico paseo marítimo de estos días. Este mecanismo mío de autodefensa, no obstante, me desagrada, porque me da la impresión de que trato de justificar mi vocación literaria como una suerte de entretenimiento, como un capricho con el que llenar mis ratos libres. Nada más lejos de lo que siento. Y en estos días extraños, casi inconcebibles, donde todo parece estar a punto de venirse abajo, a pesar del esfuerzo y la dificultad, a pesar de su falta de rentabilidad económica, escribo.

Desde mi ventana, sin embargo, no alcanzo a ver el interior de la ciudad, la gente que hasta hace nada se aferraba a esos trabajos precarios que ahora ha perdido, los autónomos abandonados siempre en sesión continua, esos "emprendedores" tan mentados y a los que nadie ha apoyado nunca. Librerías, bares, restaurantes, pequeños negocios locales. La gente que va a pagar la factura de esta distopía. No me hace falta verlo para saber que es así. Saldremos de este confinamiento y el mar será lo único que quede en calma.