Desde siempre se ha dicho que la salud es un bien que se aprecia cuando no se tiene. Le sucede lo mismo que al sol, el cual, según Quevedo, "para hacerse estimar, no había de amanecer cada día". Hasta tal punto es cierto la reducida importancia que damos a la salud que, por ejemplo, en nuestra Constitución el reconocimiento del derecho a la protección de la salud figura en el artículo 43.1 entre los principios rectores de la política social y económica, por detrás de los derechos fundamentales y las libertades públicas, y de otros derechos y deberes de los ciudadanos, como el derecho a contraer matrimonio o a la propiedad privada y a la herencia.

Y, sin embargo, basta que surja un acontecimiento de la importancia mundial de la pandemia del coronavirus que estamos padeciendo para que todos caigamos en la cuenta de la importancia esencial que tiene la salud, cuyo quebranto es capaz no solo de afectar al funcionamiento mismo de un sociedad, sino de la propia economía. Y es que, como escribió Shopenhauer "la salud no lo es todo, pero sin ella todo lo demás no es nada".

Es verdad que vivir permanentemente con salud es algo que nadie tiene asegurado. Pero en el misterioso reparto de la buena y de la mala salud hay quienes se libran de la mala durante una buena parte de su vida, llegando a vivir muchos años sin caer en la cuenta de que la salud existe. Estos apenas son conscientes del privilegio que poseen. Pero hay otros que están muy bien servidos de enfermedades. Porque la enfermedad muchas veces se posa sobre el alma de los que más están sufriendo. Ya lo dice el refrán: "a perro flaco todo son pulgas". Es uno más de los misterios de la vida.

No es extraño, pues, que el hombre se haya organizado para enfrentarse a la enfermedad, procurando no soportarla en solitario. Por ello, hay quienes dedican una buena parte de su tiempo, ya sea profesionalmente o por otras razones, a aliviar la mala salud ajena. Cuando se altera gravemente la salud y acudimos a los que la restablecen, lo primero que se ve es que hay otros muchos que están enfermos, que están sufriendo y que ya lo hacían antes de llegar nosotros, mientras nuestras vidas eran completamente ajenas a su estado de salud. Entonces caemos en la cuenta de que no ver lo que ocurre, no significa que no esté sucediendo. Mientras no nos toca de cerca, la enfermedad es como el aire: no se ve, aunque se sabe que nos envuelve. Y cuando nos alcanza, es como el humo: se ve y se hace irrespirable.

Es tan grande el desconcierto y el temor que sentimos cuando se agrava nuestra salud que nos entregamos sin reservas a los profesionales encargados de restablecerla. Nuestra confianza en ellos es ciega, porque está repleta de esperanza. El solo hecho de ponernos en sus manos, ya alivia nuestra aflicción. Pero no solo somos destinatarios de su destreza y de su afecto. Nos convertimos también en espectadores de su entrega a los demás. Estoy seguro de que los que alivian nuestros males son conscientes de lo mucho que hacen por nosotros. Y no me refiero a que nos curen, que eso es lo que se espera del ejercicio profesional de su arte, sino a la paz que nos procuran al compartir una parte de nuestras congojas.

Por todo eso, es absolutamente merecido el aplauso que cada día a las 20 horas les dedica espontáneamente la ciudadanía en señal del reconocimiento que les debemos los ciudadanos. Pocos profesionales tienen una misión tan humanamente enriquecedora como ayudar a los semejantes en los delicados momentos de grave quebranto de su salud, como los del ámbito sanitario. Y lo hacen admirablemente. En estos días, lo vienen haciendo hasta la extenuación. Así que el aplauso diario me parece muy merecido.

Por si lo anterior no fuera suficiente, el jueves 19, decenas de coches de la Policía Nacional y la Policía local acudieron a la Plaza de Cristo Rey de Madrid haciendo sonar sus sirenas sumándose con ello al homenaje que los ciudadanos daban con sus aplausos al personal sanitario del Hospital Jiménez Díaz. Fue un festival espontáneo de aplausos y sirenas en reconocimiento a la extenuante entrega que viene haciendo el personal sanitario en los críticos momentos por los que estamos pasando.

En su obra magistral El amor en los tiempos del cólera escribió Gabriel García Márquez "A los 81 años tenía bastante lucidez para darse cuenta de que estaba prendido a este mundo por unas hilachas tenues que podían romperse sin dolor con un simple cambio de posición durante el sueño, y si hacía lo posible para mantenerlas era por el terror de no encontrar a Dios en la oscuridad de la muerte".

Traigo aquí este párrafo porque la elevada edad es uno de los mayores factores de riesgo de la actual pandemia. El coronavirus va a seguir tratando de 'romper' las hilachas por las que nuestros mayores siguen prendidos al mundo. Pero estoy seguro de que nuestros profesionales sanitarios se encargarán por encima de todo de mantener las hilachas fuertemente unidas para que los más ancianos tarden lo más posible "en encontrar a Dios en la oscuridad de la muerte".