En el confinamiento se dispone de mucho tiempo para pensar, tal vez demasiado. Hay poco que hacer más allá de seguir a rajatabla los consejos sociosanitarios. Ya saben, lavarse las manos, ventilar, comprar el pan y el periódico, teletrabajar, pasear el perro, aplaudir a las ocho y otras consignas que estos días marcan nuestra rutina. Hay que mantenerse ocupado, porque si no, el miedo nos atrapará. Una de las angustias -tal vez la peor de todas- es no atisbar el día después del coronavirus, no ver más que oscuridad al final del túnel, perder el horizonte. Sin ilusión, sin la esperanza de un día que no sea peor que el de ayer, se hace difícil vivir. Es imprescindible trazar un plan, diseñar un mañana.

Acostumbrados a las certezas, necesitábamos una fecha. Queríamos pensar que lo de las dos semanas era un tiempo suficiente. A lo sumo, empalmábamos con la Semana Santa y se convertían en tres semanas. Pasábamos así todos los asuntos pendientes de nuestra agenda al lunes de Pascua. Pero tampoco. Ya han dicho que las dos semanas se prorrogarán. ¿En cuándo podemos pensar? ¿En el verano? ¿En el principio de curso? Depende, no se sabe. La incertidumbre es la mayor amenaza de la seguridad, de la confianza, del sosiego. Una buena forma de enfrentarse a ese incierto día de mañana es repasando la historia y viendo qué sucedió en el mundo después de las pandemias. Las grandes plagas, los grandes desastres, las grandes crisis han causado grandes males, pero también han contribuido a hacernos mejores personas e, incluso, han impulsado grandes avances.

Hay historiadores que consideran que la fiebre amarilla fue el detonante que acabó con la esclavitud. La enfermedad la llevaron consigo los esclavos negros a América. Napoleón no consiguió en 1802 sofocar la rebelión de los africanos en Haití, porque, tras años de convivir con el virus, los esclavos se mostraban inmunes, mientras que los soldados franceses -la mitad del Ejército murió por el virus- caían fulminados por la enfermedad. Allí quedó sepultado el intento de emperador de colonizar América. La independencia haitiana fue una realidad. El país de los esclavos libres contagió al resto del continente, acabando así con una de las mayores vergüenzas de la humanidad.

Las epidemias han traído ejemplos heroicos en el comportamiento humano. Estos días se habla mucho de La peste, de Camus, y de la infatigable labor del doctor Rieux en su lucha cara a cara con la epidemia. Y también de Daniel Defoe y su Diario del año de la peste, en el que cuenta las grandezas y las miserias humanas durante la epidemia que asoló Europa en el siglo XVII. Y se habla mucho menos de la novela Los novios, de Alesandro Manzoni, en la que se cuenta la historia del cardenal Borromeo, que se mezcló con los apestados para intentar salvarles, durante la plaga en Italia, aquí conocida como peste Milanesa.

En los pocos días que llevamos luchando contra nuestro coronavirus ya han destacado por su labor titánica muchos doctores Rieux y muchos Borromeos. Son muchos los investigadores encerrados en sus laboratorios que harán que esta peste desemboque en un gran avance de la ciencia. Son muchos los ciudadanos que están aprendiendo a luchar unidos por primera vez en su vida. Todo eso dejará huella. No sabemos qué hay al otro lado de la pandemia. No tenemos ni idea de cuándo llegará su fin. Sí sabemos que nos dejará una inasumible lista de víctimas, que nos espera otra terrible crisis económica, que nada volverá a ser igual. Pero también sabemos que de esta vamos a salir más fuertes y mejores. Hay muchas razones para ser optimistas, aunque solo sea porque, como dijo el siempre combativo André Malraux, "el fin de la esperanza es el comienzo de la muerte".