Dónde está la vida? No sé si tras la ventana o a este lado del cristal. Con estas cosas nunca se sabe. El mar, ese que me observa cuando escribo (el que pusieron, como en aquello de Neruda, en mi ventana porque no sabían dónde ponerlo), sigue siendo lo mejor de la tierra, con oleaje de levante hoy, violentamente gris, desatados los caballos de espuma despeinada. Y yo aquí, al otro lado, viendo cómo va y viene sin saber que es un náufrago, como dijera mi maestro Manolo Alcántara en uno de sus versos más afortunados.

Otro de los que me enseñaron este viejo oficio de juntar palabras volanderas para la efímera vida del periódico, Francisco Umbral, me dijo una vez: "De cada ocho columnas haga usted una lírica, joven, no lo olvide", y no lo he olvidado. Y en estos tiempos de zozobra, cargados de miedo y de incertidumbre y de certidumbres que dan miedo, he acudido al consejo del maestro y he tratado de armar una columna lírica, una de esas que bordean la actualidad sin hablar exactamente de ella, que no va infectada de coronavirus o de reyes deshonestos (que casi es un pleonasmo, nada más hay que repasar la historia), que solo es un rimero de palabras con una leve intención de belleza y de que alguien, por un momento, (usted que me lee quizás mientras se toma el primer café de la mañana, una mañana más solitaria y más íntima tal vez de las que nunca antes había tenido), deshoje una sonrisa de complicidad y se olvide siquiera por un instante de que vive enclaustrado, o lo que es mucho peor, de que está seriamente expuesto a la enfermedad porque su trabajo es imprescindible y necesario e impagable.

Y sí, en estas circunstancias de absoluto desconcierto, me pregunto dónde está la vida, ahora que cumplo más de una semana de encierro, días cuyas horas "se me han ido escapando, veloces, en una amnesia milagrosa" (en palabras de aquel maravilloso personaje de Manuel Mujica Laínez, Pierfrancesco Orsini, el jorobado duque de Bomarzo), mientras releo viejos libros que nunca pude releer, voy y vengo de mis silencios y mis soledades y me entrego a la paciencia.

Y, con todo eso, he tratado de escribir una columna lírica con la que conjurar el dolor de la libertad detenida, de la vida aplazada o en peligro, una columna con la que intentar un ejercicio de normalidad, de reivindicación de que estamos todavía aquí, de que hay periódicos, y cafés, y gente que escribe y otra gente que lee, y que por eso uno sabe que está ahí, que hay vida y también hay esperanza, que siempre hay esperanza, y que con esa esperanza ha llegado la primavera, aunque haya sido tan callando.