Gracias a la pandemia vamos descubriendo lugares casi vírgenes de la geografía cotidiana. Desde los yonquis de los ochenta, apenas se daba uso a la flexura del codo, la parte interna, que era un sitio bastante solitario y algo sudado en verano, en el que solo reparaban embobados los donantes de sangre, mientras esperaban en el autobús a que terminase el ordeño sanguíneo y llegase el bocadillo de jamón. Ahora, en cambio, esa esquina del cuerpo que ni siquiera debe ser zona erógena -y mira que casi todas lo son- resulta que nos puede salvar la vida. Con estornudar o toser en ese pliegue ya libramos al mundo del final de todas las cosas. Así que por ahí va la gente, haciendo esa torsión rara, el perreo coronavírico, que muy bueno para la espalda no debe de ser.

Lo mismo pasa con los balcones. Solían ser sitios bastante desoladores donde los cincuentones, antes de acostarse, salían a fumar y a echar humo porque la vida no había llegado como ellos querían, como si la hubieran pedido por internet en una página china. Luego, cuando el virus indepe empezó a expandirse en Cataluña, el balcón se convirtió en tendedero de banderías. Era el lugar donde unos y otros izábamos el odio. Ahora es al contrario. Ahora que arriamos la bandera por unos meses, no sea que nos vayamos todos a tomar por el saco, resulta que el balcón es una plaza pública en porciones; y todos los balcones sumados se convierten en la expresión de la voluntad popular en pleno, con sus aplausos y sus variedades musicales nocturnas. Es curioso, ahora que nos mandan aislarnos, descubrimos que tenemos vecinos y estamos siendo más sociales que nunca. Supongo que será por llevar la contraria.