Las drásticas medidas del estado de alarma han tenido que adoptarse a causa de la inacción y exceso de confianza en los momentos iniciales, cuando el virus apenas había entrado en España y producido tan solo unas decenas de contagios. Entonces fue cuando debió ser atajado, realizando un seguimiento exhaustivo de esos primeros casos y pruebas de presencia del Covid-19 a todos aquellos que hubieran podido tener contacto con él para detectar precozmente a los portadores asintomáticos, tal como se hizo en Corea del Sur. Debimos haber sido todos más prudentes, evitando conductas de riesgo y suspendiendo salidas innecesarias y actos multitudinarios, sabiendo lo que se sabía de lo que había ocurrido en otros países.

Ahora el mal ya está hecho y hay que reducir sus efectos, pero me pregunto si habremos aprendido algo para el futuro, en el que con toda probabilidad y debido a la globalización, se repetirán crisis como ésta. La mayor de todas ellas será sin duda el colapso climático, frente al cual estamos manteniendo la misma actitud que en los comienzos de esta epidemia: pasotismo y persistencia de los hábitos que conducen al desastre. El problema es que, para cuando la catástrofe sea ya inminente, no habrá otro remedio que imponer normas tan duras o más que las actuales, con la diferencia de que su duración no será tan limitada en el tiempo sino que posiblemente se instalen entre nosotros de manera indefinida, dando lugar a un orden político y social de corte totalitario, a un Estado policial que acabará por suprimir o suspender sine die los derechos y libertades que con tanto esfuerzo habíamos conseguido conquistar.

Si queremos evitar esa distopía, debemos ponernos a trabajar libre y responsablemente, en cuanto la actual epidemia quede superada, en la lucha contra un calentamiento global que de otro modo terminará, si no con nuestra especie, sí con nuestra civilización democrática. La mejor vacuna contra ese oscuro porvenir es tomar cuanto antes, de forma racional y consensuada, las medidas adecuadas.