Escribía este columnista el otro día que en la actual guerra contra el coronavirus no puede haber ganadores o perdedores. Lo decía en un sentido figurado, aludiendo al hecho de que el virus no respeta fronteras, no distingue entre nacionalidades y todos estamos en el mismo barco.

Porque, en otro sentido, sí habrá perdedores de esta crisis: millones de ciudadanos perderán su pequeña empresa o su puesto de trabajo. En un blog de cuya existencia me informa un amigo, la socióloga Anne Lambert advierte con razón de que la crisis va a "aumentar en proporciones inéditas las desigualdades sociales".

La nueva pandemia hace más visibles esas diferencias, escribe Lambert, quien denuncia el hecho de que mientras los profesionales de la salud, los policías y también el proletariado urbano están en primera línea tratando de frenar al virus, las clases adineradas huyan sin ningún pudor a sus residencias vacacionales.

Esas mismas clases, argumenta la investigadora del Instituto Nacional de Estudios Demográficos de Francia, que podrían ser en principio las más expuestas al virus por su estilo de vida cosmopolita, su proliferación de contactos sociales y sus continuos viajes a cualquier lugar del mundo.

Muchas de esas personas privilegiadas pueden permitirse abandonar sus espaciosos pisos en los barrios elegantes de sus ciudades mientras quienes están en el frente de esa guerra contra un enemigo invisible, garantizando así la continuación de la vida social, solo pueden abandonar sus cuatro paredes para acudir diariamente al trabajo.

Ni les será tampoco fácil a los hijos de los trabajadores más sacrificados aprovecharse de la "continuidad pedagógica" que les promete, por ejemplo, el Gobierno de Emmanuel Macron por no tener muchas veces, a diferencia de los retoños de las familias ricas, ordenadores portátiles o impresoras.

Habría que introducir, según Lambert, un impuesto especial sobre el patrimonio para compensar tan escandalosas desigualdades y remunerar como corresponde el trabajo social que diariamente desarrolla ese ejército de servidores públicos: desde los médicos y enfermeros de ambos sexos hasta los encargados de la seguridad y la limpieza de nuestras calles.

Lo que cuentan los medios que ha ocurrido en una serie de residencias de mayores de nuestro país con la muerte de ancianos como moscas, es una auténtica vergüenza y da testimonio de lo poco que parece contar para algunos la vida de las personas una vez que han dejado de ser productivas y se convierten en una carga para el sistema de pensiones.

Como resulta igualmente escandaloso lo que se conoce ya con el galicismo de triaje, es decir, el método de selección y clasificación de los pacientes según su edad, sus dolencias y posibilidades de recuperación, teniendo en cuenta la disponibilidad de un recurso escaso por culpa de la imprevisión de los gobiernos como son las camas de unidades de cuidados intensivos.

¿Solo porque una persona ha cumplido, pongamos, 70 años, y padece además para su desgracia alguna enfermedad crónica, aunque esta no sea necesariamente letal, tiene menos derecho a ver alargada cuanto se pueda su vida que otra de menor edad?

¿Por qué no se juzga si una persona merece seguir viviendo más que otra por la edad que ha cumplido? ¿No podría utilizarse otro criterio como es su grado de estupidez? ¿Habrá que pedir a partir de ahora perdón por llegar a viejo? ¿Hasta qué extremos de inhumanidad hemos llegado?

Un sistema falla estrepitosamente si una persona tiene que morir no porque la enfermedad que parece sea incurable sino porque falta personal sanitario, camas o equipos, como estamos viendo que sucede actualmente. Y no solo en nuestro país, sino también en el más rico y desigual de todos: el llamado líder del mundo libre.

Todo esto tiene mucho que ver con la consideración de la salud ya no solo como un derecho de la persona, sino como un lucrativo negocio. En Alemania, por ejemplo, donde existe un sistema mixto de sanidad pública y privada, muchas clínicas particulares no quieren aplazar operaciones no esenciales, como les ha pedido el ministro de Sanidad, porque son las que les dan el máximo beneficio. Argumentan estúpidamente algunos que hay que hacer frente a la crisis del coronavirus dejando aparte las ideologías, como si no fueran profundamente ideológicos los recortes aplicados durante años a los sistemas de salud nacionales.

Habría que preguntar ahora a la gran privatizadora, doña Esperanza Aguirre, a la que, por supuesto deseamos, como a todos los afectados por el coronavirus, pronta recuperación, si sigue suscribiendo lo que dijo su admirada Margaret Thatcher de que no existe la sociedad sino solo los individuos.