Nuestro mundo huele a óxido. Lo pensé esta madrugada mientras paseaba por mis recuerdos. No se duerme todas las noches. Lo cierto es que la segunda vez que llegué a Nueva York, tenía veintiún años y para mí era a la vez un lugar familiar y desconocido. Pasé allí seis meses, estudiando Derecho a distancia por la UNED y acudiendo como oyente a varios cursos en la universidad. Me sorprendió la apertura y la generosidad intelectual de aquella ciudad, que no hacía distinciones entre autóctonos y extranjeros. Hice amigos extraordinarios: Antoni Pizá, el musicólogo mallorquín que dirige ahora la Foundation for Iberian Music de la CUNY; el filósofo del Derecho Vicente Medina, que estaba fascinado en aquel entonces por la relación entre el pensamiento autoritario de Carl Schmitt y la fuente liberal de John Locke; o Ángel Alcalá, recientemente desaparecido, maestro de maestros y enorme erudito de nuestro Siglo de Oro. La actividad cultural era frenética. Las librerías, las tiendas de discos, las conferencias y las charlas con los escritores, los conciertos, el teatro recordaban los viejos festines pantagruélicos. Iba a la ópera todas las semanas, con entradas gratuitas para el gallinero que me proporcionaba el profesor Alcalá. Cantaban los mejores, noche tras noche, en cada producción: Plácido Domingo en Parsifal, Alfredo Kraus como Duque de Mantua -fue su última actuación en el Metropolitan de Nueva York-, Luciano Pavarotti en I Pagliacci, Juan Pons interpretando a Germont en La Traviata junto a Cheryl Studer. Me asombraba la intensidad que desprendía la calle: un vigor que volví a percibir este verano, latente bajo el aluvión amazónico del turismo. Pero allí estaba el óxido, junto al puerto; quizás no tanto como un olor, es cierto, sino como una mancha perenne que se despliega lentamente sobre la metrópoli. Me fijaba en ese óxido casi a diario desde la ventana del tren que me llevaba a casa, una vez superado Hoboken, desparramado por el paisaje industrial que se asoma al río.

En los diarios de aquellos años, las referencias al hierro carcomido eran constantes. Lo son aún más durante una tercera estancia en la ciudad -otra vez seis meses- al terminar mi servicio militar. El óxido reflejaba una pujanza que empezaba a ser antigua, quién sabe si decadente. Nueva York es, de hecho, un mundo antiguo si lo comparamos con las nuevas urbes asiáticas o con las moles arquitectónicas que se construyen en los países del Golfo. No por falta de dinamismo, sino por la espesura cultural de su memoria cinematográfica y literaria. Pero el óxido también refleja una incesante fatiga, una descomposición violenta y continua que transforma la textura de la realidad. La condición humana es única, al igual que su naturaleza, pero el mundo de ayer pertenece al pasado. En su correspondencia, el filósofo letón Isaiah Berlin gustaba de recordar que nos equivocamos al pensar que podemos dar marcha atrás a las manecillas del reloj. Ni podemos ni sabemos hacerlo. Además, nuestro mundo cambia a un ritmo acelerado: negocios antes prósperos desaparecen, inversiones seguras se demuestran fallidas, el poder del soberano se disuelve como una ficción ante la realidad emergente. Los dioses muertos retornan, al igual que el brillo de las viejas creencias. Regresa -como bien apunta mi amigo Manuel Arias Maldonado en su último libro- la "nostalgia del soberano", es decir, de un poder sin ataduras que reestablezca el orden perdido. Ese poder terrenal, sin embargo, no existe más que en nuestra imaginación. Por supuesto, de aquí un tiempo surgirá una nueva normalidad, distinta a la actual, pero indefectiblemente humana. De eso no me cabe duda: el mundo volverá a sonreír y ese mismo día empezará también a oxidarse una vez más, como siempre ha sucedido.