Entre las muchas sentencias de nuestro Séneca, hay una que viene muy al caso: "Lo importante no es qué soportas, sino de qué manera". Necesitamos muchas dosis de estoicismo en un país que vive inmerso en lo que ya se llama "la cultura de la queja". Los españoles nos quejamos por todo. Vivimos en un estado de queja permanente. Es verdad que en esta insólita y dolorosa situación tenemos -unos mucho más que otros- razones de sobra para quejarnos. Las redes sociales han amplificado las quejas hasta el punto de convertirse en una salmodia deprimente, indignante, insoportable. Más que animar a trabajar a quien tiene que hacerlo, y lo está haciendo con una dedicación admirable, lo que hacemos es hundirle en la miseria con nuestros lamentos y críticas. Somos un inmenso corro de mirones desocupados en torno a una obra, escrutando cada paso de los diligentes operarios.

Nos quejamos de que la oposición hace oposición, de que los nacionalistas hacen nacionalismo, de que el Gobierno ha reaccionado tarde, de que no lo tuviera previsto, de que no somos tan eficaces como Alemania o Corea, de que todo está politizado, de que Sánchez habla demasiado, de que Sánchez no da la cara, de que el Rey aprovecha la pandemia para esconder la crisis de la institución, de que la izquierda aprovecha para minar la monarquía, de que nuestro sector es el más perjudicado, de la militarización de la crisis, de que somos poco contundentes, de que el ejército esté en la calle, del crack económico que nos espera a la vuelta de la esquina, de las caceroladas, de los aplausos...

Qué fatiga. Nos quejamos hasta de nosotros mismos, de ser como somos: insolidarios, pícaros y poco disciplinados. Nos quejamos hasta de los que se quejan, como me quejo yo ahora mismo. Así es imposible trabajar. La crítica siempre es saludable, pero hay que dejar a los actores que acaben la obra. No podemos criticar en mitad de la función. No sería justo. Ni lo actores van a corregirse sobre la marcha, ni damos posibilidad a un desenlace sorprendente que salve la función entera.

Sabemos más que nadie. Sin más información que la de las redes sociales, nos atrevemos a decirle al presidente del Gobierno cuándo tiene que decretar el estado de alarma, si el confinamiento es duro o blando, si tiene que hablar al país todos los días o no, si debe adoptar un semblante serio o relajado, si 200.000 millones para prevenir el desastre económico son pocos o muchos.

Nos atrevemos incluso a recetar o desaconsejar medicamentos alegremente, a decirle a la prensa de lo que tiene que informar y de lo que no o a decirle al Banco Central Europeo cuantos activos debe comprar. Esto no es fútbol. Ya no es que cada español llevemos dentro un seleccionador nacional. Es que cada uno de los españoles llevamos dentro un presidente del Gobierno, un líder de la oposición y varios premios Nobel de Medicina y de Economía. No es de extrañar que con frecuencia mostremos claros síntomas de esquizofrenia.

La pasada semana, contaba Iñaki Gil, corresponsal de 'El Mundo' en París, que en Francia siguen un método para las situaciones de crisis que han bautizado como la union sacrée. Se viene utilizando desde la Primera Guerra Mundial y consiste en una comunión entre el pueblo y el presidente que incluye una tregua política en los momentos de extrema gravedad. Un amigo me alertó de que el método no funcionaría en España, porque aquí lo sagrado aún nos huele a incienso y sacristía, a diferencia de la muy laica Francia.

Tal vez no una unión sagrada, pero al menos una tregua, un cese de hostilidades, un ayuno de quejas mientras dure la guerra, nos vendría bien. Mejor descarguemos nuestras iras contra el virus y dejemos trabajar a quienes nosotros mismos les hemos encomendado tan ardua tarea. Hasta "los primates afrontan los peligros cooperando", recordaba el fin de semana un prestigioso naturalista holandés. No deberíamos retroceder en la evolución.