Lunes. A ver si es esto lo que uno quería. Es lunes y no hay engorrosas obligaciones, castrantes compromisos, llamadas inoportunas, desplazamientos largos ni lacerante despertador. Es lunes pero menos y todos con salud. Hay bollos, libros y buen café. Leo. Hay que volver de cuando en cuando a Nicolás Gómez Dávila. Uno de sus aforismos me deja cavilando todo el día: "El hombre inteligente llega con prontitud a conclusiones reaccionarias". Joder.

Martes. Leo relatos presentados a un concurso literario. Cuánta gente escribe. Cuántos inicios prometedores, cuántos finales portentosos, horribles, descorazonadores o fallidos. Letras y letras y personajes e intenciones. Un mazo de folios. Soy miembro del jurado. Sé lo que es concursar. Esperar, ilusionarte, desilusionarte. Te sientes un pequeño diosecillo apartando un relato, seleccionando otro, marcando aquel, salvando a este o tirando a la papelera el otro. Debería escribir un relato sobre cómo un miembro de un jurado asesina a otro. Muerte en el jurado.

Miércoles. Hay pleno en el Congreso. De noche. Pleno zombie. La gran parte de los escaños están vacíos. Los partidos de izquierdas apuestan por endurecer el confinamiento. Si alguien pronuncia la frase "cuando todo esto pase" me tomo un whisky. La representante de Bildu dice a Sánchez: los siete partidos que hemos logrado que usted sea presidente pedimos el endurecimiento del estado de alarma. Carajo: el confinamiento es de derechas o izquierdas según su grado. Cambio de canal una y otra vez. Una de las veces hay un señor del PNV al que no conozco y que lleva una corbata verde. Habla bajo. Me da por imaginar dónde ha comprado la corbata y dónde pasará esta noche. Se supone que han cerrado los hoteles. La noche en un Madrid vencido, fantasmal, herido y con las ambulancias como banda sonora. Tal vez al levantarse en sepa usted qué lecho oiga o lea uno de esos mensajes del que antaño todo el mundo llamaba carapolla. Ahora es un alcalde querido. No me pierdo sus tuits matinales. Ánimo.

Jueves. Escribo un artículo sobre las estatuas. Me sale un poco estático. Estatua es una palabra que se mueve mucho. Pero si la metes varias veces en tu prosa, el texto puede quedar como de bronce. Hay que moverse o quedaremos como estatuas de sofá. Para no oxidarme mucho soy impelido por mi mujer y mi hijo a hacer un vídeo de yoga. El ridículo es apoteósico, las agujetas importantes. El suelo está duro y el pequeño se pitorrea de su padre con gracia y razón. Abro una cerveza. Son las ocho de la tarde. Salimos al balcón a aplaudir. He metido la palabra "impelido" en un artículo, así que el día no está perdido del todo. Además de la cerveza abriré más tarde una novela negra de Fermín Bocos. Abandono un ensayo sobre los íberos. Estoy a punto de llegar a esa edad en la que no da ningún remordimiento no acabar un libro que se empieza. Me da por soñar que no tengo insomnio.

Viernes. Veo a una barrendera. A lo lejos. Estamos ella y yo solos en la laga calle. Nos aproximamos. Su peto fosforito ilumina la mañana, muy gris. Es muy temprano. Llego a su altura. Ella empuja su carrito como quien empuja la vida encanallada, a duras penas, sobrellevándola. Le doy los buenos días. Me los devuelve. No sé si en ese saludo hay educación, alegría, complicidad o resignación. Me vuelvo y la veo alejarse. Fantaseo con el resto de su jornada. En el periódico hay café de capsula. Rebusco la vieja emoción que traían los viernes. Leo que el presidente de Portugal ha defendido a España en una cumbre de la UE, ahora que los del Norte racanean apoyos. Me acuerdo de La balsa de piedra de Saramago. El viejo iberismo. A ver qué trae la tarde. Las semanas ahora son en bucle. Miro cifras del asunto vírico. Nunca a tantos interesó la estadística. La evolución de una puta curva.