La palabra "positivo" tiene connotaciones negativas estos días. Los acatarrados y hasta los que padecen tos de fumador temen dar resultado positivo en las pruebas de detección del Covid-19; un peculiar examen en el que el suspenso es motivo de regocijo.

No va a quedar más remedio que corregir los libros de autoayuda en los que los gurús recomiendan sistemáticamente la toma de una actitud positiva, o lo que es lo mismo, optimista, ante la vida. Más bien conviene negativizar, al menos hasta que pase la actual epidemia.

Esto ya ocurrió en anteriores plagas, como la de la gripe A o la del ébola, por recordar solo algunas de las recientes. También entonces el positivo daba pánico, por razones tan comprensibles como las de ahora. Pero esta vez ha venido de verdad el lobo.

Tampoco hay duda de que el miedo a las multas e incluso la cárcel han reducido considerablemente el número de positivos que al principio de su aplicación arrojaban las pruebas de alcoholemia entre los automovilistas. Aunque esto tiene fácil arreglo. Basta con no empinar el codo antes de ponerse al volante para evitar sudores fríos cuando el guardia de tráfico deja caer la amable frase fatal: "Sople aquí, por favor, caballero".

La solución es algo más complicada con el coronavirus que está poniendo el mundo patas arriba. En este caso se recomienda igualmente el uso del codo para toser, en lugar de hacerlo en la mano; pero esa es una medida que no siempre se pone en práctica, como se ha visto estos días. Un gesto así, en medio de la actual plaga, desataría la estampida en la cola del supermercado donde se encontrase el inoportuno tosedor de codo. Aunque se tratase tan solo de una inocua tos de fumador.

Lo malo de las epidemias es que tienden a convertirnos a todos en apestados. A las víctimas de la lepra se les obligaba en tiempos más oscuros que estos a cargar con una campanilla para que diesen aviso de su presencia y así poder huir de ellos (o correrlos a pedradas, que entonces la gente era muy bruta).

Ahora no se toman medidas tan personales, pero a los infectados por el virus o a quienes pudieran estarlo se les aísla para que no vayan expandiendo el bicho por ahí. Y a los que no, también, por muy sensatas razones de combate al animalito.

Cierto es que la cuarentena ya no es de cuarenta días, como los quaranta giorni que aplicaban en el siglo XIV los guardianes de la peste en Venecia. Los modernos protocolos cifran ese período en un par de semanas, que desgraciadamente podrían ser dos, tres o cuatro meses con esta epidemia de voluble e imprevisible comportamiento.

No resulta de gran consuelo saber que estos ya no son los tiempos de la peste de los bubones. Aunque su nombre pudiera asustar menos, la del coronavirus es la primera pandemia del actual mundo globalizado y sus efectos son, por tanto, de un impacto colosal, así en lo sanitario como en lo económico.

Estorban en esta circunstancia las actitudes positivas, como bien ha entendido nuestra estricta gobernante europea, Ángela Merkel, cuando pronosticó al principio de la epidemia que entre el 60 y el 70 por ciento de los alemanes sufrirán el contagio del coronavirus. Mejor ser negativo que negacionista, debió de cavilar la canciller. En épocas de plaga conviene más ser realista que positivo.