Los partes mundiales de contagio del coronavirus parecen a simple vista menos fiables que los de bajas durante la batalla del Somme. Entonces hubo que hacer un nuevo recuento, tras la guerra, para establecer el número real de pérdidas. En España resulta imposible conocer las cifras reales de infectados debido a la falta de test rápidos, por lo que el riesgo de contagio sigue siendo un grave factor de inquietud que no acertamos a despejar y que contribuye a alargar la amenaza de la pandemia. El Imperial College de Londres mantiene que este número asciende a siete millones, otro récord, y que las medidas de contención por el confinamiento podrían haber evitado 16.000 muertes. Pero todo ello junto no significa más que moverse en el terreno de las hipótesis.

El caso de Rusia es especialmente curioso. Nadie se cree que vaya en contagios por detrás de otros países. Los primeros que no se lo tragan, claro está, son los propios rusos que también se han puesto a reclamar los test, una prueba médica que se ha revelado en algunos lugares escasa y a la que tienen acceso de manera privilegiada los políticos que la usan una y otra vez para controlar sus cuarentenas.

La extensión de los test a la población -me refiero a los test en condiciones, no a los que compra el Gobierno a los chinos sin homologar- servirían para prevenir el número de contagios y tener un alcance más aproximado de la gravedad de la situación. Me niego a aceptar que sea esto último lo que precisamente se pretenda evitar para no encontrarse con los 7 millones de infectados del estudio del Imperial College en vez de los 85.000 casos de las cifras oficiales. La región del Véneto fue la primera del norte de Italia en prevenir y atajar la enfermedad al multiplicar las pruebas de detección en los asintomáticos, que tienen el virus y no lo aparentan, pero lo transmiten con mayor facilidad.