Con el paso de las semanas, la extrañeza de los primeros días empieza a disolverse en una suerte de turbia normalidad. Las ocho de la tarde se ha convertido en la marca crepuscular del día; ese estallido irreductible de aplausos que rompe el silencio de la calle con un aire austeriano, como de El país de las últimas cosas. El resto del tiempo resulta una confusa amalgama de reuniones virtuales, envíos de mails y horas de trabajo indistinguibles de las caminatas por el pasillo y los ratos ociosos en la ventana, tomando la brisa próxima del mar, empapándome de la tristeza que emana de la ciudad vacía.

Trabajar en casa ha resultado ser una experiencia tan absorbente como escribir una novela. Parece que no haya horas suficientes para tal variedad de pequeñas tareas siempre pendientes. Ahora, pasar la aspiradora o preparar la comida son distracciones que uno nunca sabe si debería permitirse, como si el expansivo universo doméstico pudiera alterar de alguna forma las constreñidas leyes de la productividad.

Trato de reducir la dosis diaria de información sobre el virus que me administro a través de la prensa y las redes sociales. Estas últimas, Twitter, sobre todo, me parecen lugares mucho más infectos que nuestras ciudades asoladas por el coronavirus y, sin embargo, sigo dejándome caer por ahí de vez en cuando. Malos hábitos del pasado, supongo. Pero, ya digo, me estoy quitando, porque la calma chicha que observo al otro lado de mi ventana, en Twitter se transforma en una violenta orgía de simplezas, descalificaciones y barbaridades. Lo llaman "democratización de la opinión", pero a mí me parece, más bien, "barbarización de la inteligencia". En fin, inteligencia se lee poca por esos lares, enterrada bajo cientos de miles de estúpidos tuits que, si de alguna forma representasen a las gentes de este país, sería como para echar a correr en cuanto vuelvan a abrir las fronteras.

Tengo la convicción, sin embargo, de que la gran mayoría de mis compatriotas guarda un sabio silencio, pero que está ahí, esperando a que pase todo esto para volver a la calle y seguir ejerciendo su ciudadanía con templanza y humanismo. Ese es el verdadero heroísmo en una democracia: hacer cada uno su labor, su trabajo, como mejor sabe, consciente de sus derechos y de los de los demás. En esta crisis, estamos viendo escenas de otras épocas. Actos de caridad (no de solidaridad) que dejan al descubierto la desigualdad intolerable en que vivimos. En democracia, los héroes son los ciudadanos que con sus impuestos participan en construir una estructura social de seguridad e igualdad para todos, no los grandes señores que, en momentos puntuales, deciden tener magnánimos gestos para con sus harapientos vasallos.

Desde mi ventana, aplaudo a todos los antihéroes del mundo, la gente trabajadora que siempre está arrimando el hombro, llueva o escampe, que sabe mucho de infiernos, y nada de paraísos.