Todo no van a ser desgracias con el virus, por eso, aunque con esfuerzo, debemos tratar de encontrar algún aspecto positivo que nos permita sobrellevar este trance con menos abatimiento.

Creo que el más relevante y el que a la larga mejores frutos va a proporcionar se centra en el Congreso de los Diputados.

Todos hemos contemplado el hemiciclo casi vacío, con tan solo los portavoces de los grupos interviniendo en los últimos plenos. ¿Ha pasado algo relevante?, ¿se ha deteriorado, si es que aún es posible, nuestra maltrecha democracia?, ¿alguien llora con desconsuelo el desvanecimiento de centenares de diputados?

Póngase el lector (o lectora, que nadie se me alborote) la mano en el corazón y conteste con honradez y valentía a estas preguntas. Se verá que nadie añora los plenos a rebosar de padres de la patria. La razón es muy sencilla: el parlamentario está concebido para producir discursos disertos, hilar razonamientos y sus contrarios, usar en definitiva la sindéresis argumental. Ocurre sin embargo que se limita a aplaudir con disciplina, abuchear con entusiasmo, embriagarse con disimulos, gesticular despectivamente o hacer muecas de pasarlo pipa o contrariado pero... hablar, explicar, colegir, concluir... quiá. Eso queda para el jefe del grupo y algún otro enchufado que ha aceptado clausurar su pensamiento autónomo.

De donde se deduce que la mayoría de los diputados son sencillamente superfluos. Y lo son, no porque individualmente considerados sean personas de escasas luces o con dificultades de locución, no, si se les conoce de cerca son, por el contrario, individuos (o individuas) con ideas, con proyectos, con entusiasmo patriótico... Disponen de memoria, de materia viva, de gravitación, supongo...

Pero todas estas cualidades positivas se oscurecen, desaparecen, en cuanto se sientan en el escaño, convirtiéndose en seres flotantes, en simulacros, en recuerdos, en polvo que deja huellas apenas perceptibles, ahuyentadores como son de toda espontaneidad. Sus habilidades se eclipsan, sus alas se abaten porque la luz del jefe les convierte en cuerpos opacos. A ello coadyuva probablemente el reglamento de la cámara pero, aunque tal mamotreto no existiera, se achicarían igual porque el que se saben de memoria es el que les han proporcionado en su partido donde no hay más que un artículo: aquel que avisa de que, cuanto menos se les note y con más convicción se plieguen a las ideas o a las ocurrencias del mando, mejor les irá en la feria y mayores serán sus posibilidades de supervivencia fantasmal y sombría.

¿Alguien ha leído alguna vez algún libro, algún artículo en un periódico firmado por un diputado que no coincida con la consigna recibida? Consigna transitoria además pues que cambia como la veleta de los vientos, como la calima lejana del horizonte o las brumas fugitivas. ¿El pueblo? Ah, el pueblo, esa pálida y distante referencia, se trueca en ausencias, en lejanos aspavientos, en un gran cuerpo yacente...

Una vez le preguntó una señora a Paul Valery cómo podía explicarle a su hija la diferencia entre un toro y un buey. El poeta de Sète contestó sin vacilar: un escritor es un toro, un buey es ese mismo escritor ingresado en la Academia.

Dicho lo explicado y, a la vista de las dificultades económicas que se ciernen sobre el pueblo español, lo aconsejable sería dejar reducidos los escaños a los ocupados por los diez o doce dirigentes de los grupos y para quienes, humillados, han aceptado sus funciones de trampantojo, gestionar su ingreso en las filas de los cartujos de San Bruno o los trapenses de San Benito. Que tienen la ventaja añadida de disponer de ramas femeninas.

En los silencios conventuales oirán el estruendo de sus silencios cobardes y cómplices.