Echo de menos hablar del tiempo, esa trivialidad de pararse uno con un vecino y echar un rato tonto hablando de cómo se ha quedado la tarde, que parecen un poco más templadas cada día, ahora que ya son más largas, que se desperezan desplegando vencejos, que ya ha regresado.

Sí, echo de menos esa banalidad de hablar del tiempo. Porque ahora hablamos mucho del tiempo, pero no del atmosférico, que es conversación de ascensor, palabras para acallar la incomodidad del silencio. Ahora que no salimos y nos da igual que haga sol o llueva, hablamos de que disponemos de demasiado tiempo, o del que todavía pasaremos recluidos disponiendo de demasiado tiempo.

Quienes tengan la paciencia de leerme saben que me gusta escribir sobre el tiempo, que siempre ando con él a cuestas, preguntándome sobre su esencia y su manera de ser.

No soy original en esto. Es uno de los grandes asuntos de la palabra escrita. Son conocidas las citas de San Agustín y menos, quizás, las de Boccaccio, que en su Genealogía de los dioses paganos ofrece una perspectiva interesante. Tomándolo de Servio y este de Fulgencio, nos dice que Caronte, el barquero, es el tiempo, y que el hecho de que transporte las almas de una orilla a otra del río Aqueronte "se ha inventado para que entendamos que el tiempo, inmediatamente después de nacer, nos acoge en su regazo y nos lleva a la orilla opuesta, esto es la muerte".

El tiempo me fascina, quizás, por eso, porque tengo la certeza de que mi reloj solo sabe restar y que recorre sus distancias deduciéndome pulsos, latidos, con la severa firmeza de los prestamistas.

Y aunque no sé contar el tiempo, sé que su mayor cualidad es la paciencia, que va ovillando el olvido con la seda de mis días y solo me queda la urgencia de un poema o una columna de periódico para llevarle la contraria, para hilvanar mi paso por la vida.

Tampoco sé atraparlo, pero sé que en la lengua luminosa del agua, en el dios al que rezan los jazmines, en la quietud de las barcas hundidas, en la serena piel de los veranos, en la desnuda oscuridad del deseo, en la pequeña razón de la llama y en el hueco entre su mano y mi mano, se posa a veces, como dormido.

Y también sé que contradice el obtuso oficio del horario, y que por su causa nada permanece, y que la vida ocurre ahora, en este instante, y lo demás existe solo en el eco menguante del recuerdo. Y que hay un tiempo dentro del tiempo como hay un silencio dentro del silencio y un olvido dentro del olvido. Y que dentro de ese tiempo, de ese silencio y de ese olvido, está la nada esperando llenarlo todo.