Ya tenemos la primera factura del estado de alarma y la paralización económica. Era obligado e inevitable para salvar vidas y para que el coronavirus no arrasara con todo, pero los costes ya empiezan a aparecer.

Desde el 13 de marzo se han destruido nada menos que 890.000 empleos. Es una cifra no por previsible menos pavorosa. E impactante si tenemos en cuenta que en los últimos tiempos -tras la salida de la crisis- se creaban más de 300.000 puestos de trabajo al año. En un mes se ha destruido el trabajo de tres años. Y la cifra sería mucho peor si el Gobierno no hubiera flexibilizado los ERTE (suspensión de empleo con mantenimiento del puesto de trabajo y de la cotización social) que afectan ya a más de un millón de trabajadores.

El coronavirus va a causar una recesión mundial, más aguda (aún no sabemos si más grave) que la del 2008. En Estados Unidos, donde la paralización es menor, 10 millones de personas se han apuntado ya al paro en las dos últimas semanas y se cree que este dato (en febrero el 3,5%) puede subir al 15%. Y en Europa el índice PMI, que mide la actividad del sector privado, ha caído del 51,6 de febrero (por encima de 50 indica expansión) al 29,7 en marzo, el descenso más fuerte en los 22 años que existe el índice. En España e Italia, los más afectados por la epidemia, las caídas son mayores: a 26,7 y 20,2 respectivamente.

Seamos claros. España afronta su momento más delicado desde 1936. Hoy es una democracia integrada en una Europa que no es un estado y que por lo tanto no puede reaccionar con la contundencia de Estados Unidos. Allí Trump, un pésimo presidente que no es, al contrario que muchos de sus antecesores, un líder mundial, ha cambiado de la noche a la mañana, admite la gravedad del coronavirus y ha lanzado un paquete keynesiano de salvamento económico de dos billones de dólares.

Pero Europa sí reacciona -ahí está el Banco Central Europeo dispuesto a tragar mucha deuda de los estados más débiles-, pero la reacción de cada estado -España es uno de relevancia medio-alta- será clave.

Y los estados no lo tienen fácil porque deben cargar sobre sus hombros la paralización económica del país. Algo que no había pasado ni en las guerras. Y ahora estamos en guerra contra un enemigo invisible que actúa a traición y que causa muchos muertos y más heridos. Primero, hay que vencer al enemigo. Y parece que el número de heridos (infectados), aunque sigue creciendo, lo hace a un ritmo menor. Una esperanza.

Al mismo tiempo hay que afrontar la grave crisis económica y los gobiernos son esenciales. El primer ministro francés, Edouard Philippe, ha confesado en la Asamblea Nacional: "Tomamos las decisiones en base a informaciones a veces incompletas y contradictorias". Supongo que a Pedro Sánchez le pasa lo mismo. La diferencia es que Macron tiene mayoría absoluta y Sánchez solo 120 diputados, 145 si contamos a Podemos. En todo caso lejos de la mayoría absoluta de Merkel más el SPD.

Es utópico pedir ahora (no porque no fuera deseable), un Gobierno de unión nacional como el que hizo Churchill en la guerra contra Hitler. Y dadas las relaciones PP-PSOE de los dos últimos decenios parece imposible una gran coalición como la alemana. E incluso unos nuevos pactos de La Moncloa. Ahora Vox no es el Santiago Carrillo que se acababa de quitar la peluca.

El lenguaje es duro, agrio -llega hasta lo indecente- pero nadie ha votado contra el estado de alarma y los decretos subsecuentes han tenido gran mayoría. Ya indica bastante sensatez. Y como mínimo debería seguir así hasta que acabara la alarma. La primera tarea es del Gobierno. Sánchez, que no ha errado en lo esencial, debe ser más firme con los suyos y tener más cintura. No puede ignorar al líder de la oposición, y debe escuchar a los empresarios (que hoy son clave) y a los partidos que gobiernan en Euskadi y Catalunya.

Si no lo hace será castigado sin misericordia (ganas no faltan) y todo el país perderá. Pero la labor de los otros partidos parlamentarios -y en primer lugar del PP- no es menor. Si Pablo Casado actúa como un líder del PP en tiempos más normales -como Aznar contra Felipe y Rajoy contra Zapatero- se equivocará y, aunque ganara las elecciones, se encontraría con un país arruinado. Si, por el contrario, atiende al interés general, subirá su valoración (hoy baja) y todo irá mejor.

¿Luego? ¡Quién sabe! Churchill ganó la guerra y perdió las inmediatas elecciones. Había habido demasiados muertos y el líder laborista, Clement Atllee, había asumido su papel. Tan responsable como secundario.

La próxima semana contará.