El psicólogo cognitivo y ensayista canadiense Steven Pinker, cuyo último libro, En defensa de la Ilustración, era un canto a la racionalidad y el conocimiento frente al pensamiento mágico y el populismo emocional, sostiene que la pandemia "es una de las muchas razones por las que el neonacionalismo es destructivo y, en última instancia, inútil". Pinker subraya que "los virus (como los gases de efecto invernadero, los ciberdelincuentes, el dinero negro, los terroristas, los piratas y la tecnología) no se preocupan por las líneas en un mapa". Escribió esto a raíz de un editorial de The New York Times en el que advertía a finales de febrero pasado al presidente Trump de los riegos del aislacionismo y de la necesidad de implicarse cuanto antes en un enfoque global: "La mejor estrategia para frustrar esta epidemia y prevenir la próxima es ayudar a otras naciones, donde sea que se encuentren, a combatir al enemigo común de la humanidad allí antes de que tengamos que combatirlo aquí". Es evidente que ni la reflexión de Pinker ni la de los editorialistas caló en la Casa Blanca. Ni, por lo que se ve, calará nunca en quienes, desde antes de este estallido vírico, ya estaban empeñados en suplantar la racionalidad por la proclama sudada como forma de gobierno. Es muy probable que, frente a la dolorosa evidencia de que todos los humanos somos iguales ante el virus -meras plataformas para seguir dejando descendientes-, tengamos que afrontar, cuando aplanemos esta curva, otra epidemia de fronteras, miedo, ultranacionalismo y hundimiento de la cooperación personal, nacional y internacional. Cuando todos nos hayamos olvidado de aplaudir, digo.