Peca de capcioso recordar que el mundo vive sobrecogido por la carnicería que ha desatado una enfermedad infecciosa respiratoria. Ha adquirido dimensiones de plaga bíblica, hasta el punto de que este año ha matado ya a unas cuatrocientas mil personas. Se trata por supuesto de la tuberculosis, el cálculo de su tasa de mortalidad a lo largo de 2020 se ha determinado en proporción al millón y medio de víctimas anuales que provoca. A nadie le extrañará que esta tragedia haya paralizado prácticamente el planeta.

Aunque la atención se concentra casi hasta el monopolio en la tuberculosis, la solidaridad planetaria reserva un hueco de menor tamaño a la pandemia del coronavirus. En el recuento a la hora de redactar este artículo, se llevan contabilizados un millón de casos del Covid-19 con el desenlace de cerca de sesenta mil fallecimientos. Es decir, los contagios que desgraciadamente provoca y que afortunadamente se resuelven con una curación en la mayoría de casos están muy por debajo de los estragos mortales anuales del bacilo de Koch.

De coronavirus también se muere, pero este año han fallecido unos veinte millones de personas hasta la fecha en todo el planeta. Gracias a una simple división, tres de cada mil defunciones que se han registrado en el mundo a lo largo de 2020 llevan el sello del coronavirus, las 997 restantes obedecen a causas diferentes pese a recibir una atención muy inferior. Es innecesario precisar que el corazón se sigue llevando la palma, como principal órgano fallido en la pérdida de la existencia, en un magma mortífero que comprende a los accidentes cerebrales y que ya ha presentado una factura de cuatro millones de bajas durante el presente ejercicio. Puede resultar interesante constatar que cien mil personas mueren anualmente por la mordedura de serpientes, casi el doble de víctimas totales de la pandemia en curso, de ahí que muchos habitantes de los países afectados suspiren por una linterna que les permitiera identificar a los reptiles.

El coronavirus ha propiciado una invasión en paralelo de comentarios que vinculan el actual colapso planetario con el provocado por el sida. Se refieren lógicamente al fenomenal impacto que conllevó durante los años ochenta la implantación mundial de otro virus, el VIH. Sin embargo, no queda clara la necesidad de remontarse a tres décadas atrás, cuando el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida sigue vigente pese a su muy meritoria transformación en una enfermedad crónica. En concreto, mata anualmente a unas 800 mil personas. Es decir, este año se llevan registrados más fallecimientos por sida que por el coronavirus, aunque quizás no en los países adecuados.

No queda claro si Occidente había olvidado la existencia de las pandemias, o si había olvidado la existencia de la muerte. Ante la conmoción causada por el coronavirus, parece obsceno detenerse en otras enfermedades, una falta de respeto hacia la patología de portada. También hace treinta años era inadmisible entretenerse en cualquier tragedia que ocultara el desarrollo del sida, a riesgo de ser condenado por vileza. En perspectiva y en vidas humanas, hubiera sido más útil iniciar en los ochenta una iniciativa gigantesca contra el cáncer, de la dimensión y ambición de los proyectos Manhattan o Apolo.

Las enfermedades de moda no pierden un átomo de gravedad por esa popularidad, pero pueden distorsionar el mapa sanitario del planeta con la misma efectividad mostrada por el Covid-19 para colapsar las instituciones hospitalarias. Con todo, sería injusto olvidar a los millones de residentes en la Tierra que no pueden permitirse el lujo de preocuparse por el coronavirus.

Ante la sobrecogedora simplicidad de la muerte, hoy fallecerán 19 mil personas de hambre en el planeta. Conviene matizar que esa cifra rebaja notablemente a las registradas por la misma causa durante el siglo pasado, pero también ayuda a colocar en perspectiva el peso numérico del coronavirus, porque la hambruna supera semanalmente los datos luctuosos del Covid-19 hasta la fecha. La pandemia palidece por comparación con las 200 mil muertes acumuladas este año por beber agua sin las condiciones higiénicas indispensables.

El ocaso de la globalización como último mito de progreso conlleva paradójicamente la toma de conciencia del planeta único. El coronavirus ha hecho más por la aceptación de la nave espacial compartida que el cambio climático. Incluso ha limado las diferencias entre naciones y banderas, en persecución del objetivo común de limitar los estragos de la pandemia. Ojalá esa anotación puntillosa de cada caso se extienda al conjunto de las mil formas de morir.