De acuerdo en que es una situación excepcional y que no hay por lo tanto patrones establecidos sobre cómo actuar aunque, obsesionados todos con el crecimiento económico, se olvidó demasiado pronto que las epidemias pueden tener réplicas como los terremotos.

Aunque no llegaran ni mucho menos a la gravedad de la actual del Covid-19, calificada finalmente de pandemia por la Organización Mundial de la Salud, deberían haber alertado a los gobiernos epidemias anteriores como la del SARS o la gripe porcina. Poco parece que hayamos aprendido.

Admitámoslo: no es un problema que sea exclusivo de nuestro país. Nadie estaba preparado. Ha habido que tomar decisiones a marchas forzadas, improvisar en todo momento, lo que explica, pero no justifica, la descoordinación que reflejan muchas de las medidas adoptadas y esa sensación de inseguridad que transmite el Gobierno por sus continuas correcciones.

Inseguridad que da muchas veces lugar a tics autoritarios como los que ha mostrado, entre otros, el ministro de Transportes, José Luis Ábalos, al decir que debería dejarse al Ejecutivo prácticamente las "manos libres" para, dada la urgencia de la situación, tomar las medidas que considere oportunas y dejar para más tarde cualquier debate sobre su oportunidad o eficacia.

¡Hay que decirle al ministro y secretario de organización del PSOE que está profundamente equivocado! La urgencia y la eficacia en la toma de decisiones no significa que haya que darle a este ni a otro Gobierno carta blanca para hacer lo que considere conveniente sin tomarse la molestia de consultar a nadie, y ante todo al Parlamento, que tiene reservado un papel esencial en un sistema democrático.

Ya había advertido uno mismo hace unos días en otra columna del peligro de que medidas excepcionales adoptadas para hacer frente a situaciones que también lo son acaben convirtiéndose en la nueva normalidad, algo que vemos que ocurre ahora en la Hungría de Víctor Orbán y que en ningún caso desearíamos ver suceder aquí.

Pero igual que hay que reclamarle al Gobierno que, pese a la gravedad de la situación, no anteponga el ordeno y mando al diálogo con los partidos, las autonomías y los interlocutores sociales, pues a todos la crisis los afecta por igual, debemos exigirle a la oposición menos aspavientos y mayor sentido de la responsabilidad. No puede seguir instalada en un estado de agitación permanente.

Se puede y se debe criticar en todo momento que el Ejecutivo no esté consensuando, como debería, las medidas tanto sanitarias como económicas que adopta o la proporcionalidad o idoneidad de las mismas -todo ello es perfectamente debatible-, pero no es de recibo acusarle, sin prueba alguna, de una perversa estrategia para cargarse supuestamente el país, cambiando su sistema económico.

Ni es, por otro lado, lógico pensar que, una vez que acabe esta pesadilla -y esperemos que sea pronto- las cosas podrán volver a ser como antes porque significaría que no habríamos aprendido tampoco esta vez nada y la próxima pandemia, que vendrá con seguridad y tal vez no tarde en hacerlo, volvería a pillarnos desprevenidos.

Habrá en efecto que cambiar de prioridades: anteponer la atención a la salud pública al gasto militar; corregir las desigualdades mediante una fiscalidad mucho más justa, acabar con los paraísos fiscales, empezando por los que existen en la propia UE, poner coto al actual consumismo desaforado, reformar la agroindustria para que no siga destruyendo la vida en el planeta.

Habrá que volver a reivindicar el papel del Estado benefactor frente a los intentos privatizadores, acabar con un modelo económico basado fundamentalmente en la especulación financiera en lugar de en la producción de bienes y servicios socialmente útiles, invertir mucho más en educación, investigación y ciencia, traer a nuestro continente la fabricación de fármacos y otros productos estratégicos.

Como dice el refrán, no hay mal que por bien no venga. Pero¿tomaremos nota o volveremos, como me temo y parecen querer muchos, otra vez a las andadas?