A los muertos que desgraciadamente ya no recuperaremos, el virus de la corona ha sumado de un golpe 834.000 bajas más en las filas del empleo. Es un avance, probablemente módico, de los infortunios que va a traer consigo el día siguiente a esta batalla que todavía estamos librando contra el bicho.

Lo peor de las guerras son las posguerras, cuando ya ha cesado el tiroteo y la mortandad en los campos de batalla, pero comienzan las penurias económicas.

No habrá hambrunas esta vez, naturalmente. El brutal ataque del coronavirus ha dejado intactas las ciudades, las casas, las propiedades y las infraestructuras de todos los países, aunque a cambio empieza a traer la devastación a sus economías. Tener a una nación parada -en huelga general involuntaria- durante meses es una disfunción que por fuerza se paga. Y, lamentablemente, no parece haber ahora mismo una alternativa al confinamiento para limitar y controlar en lo posible los daños.

Entramos en Terra incognita, por decirlo con un latinajo que los colonialistas del siglo XIX aplicaban a aquellos territorios para los que aún no había mapas. Tampoco nosotros disponemos de esa orientación y navegamos a ciegas. Nunca hasta ahora se había producido una catástrofe de estas dimensiones planetarias y, a la vez, locales.

De momento estamos en el fragor de la batalla, con cientos de muertos diarios, lo que reduce a cuestión secundaria el enorme agujero que esto va a dejar en las finanzas del país y, en general, del mundo. Los daños son difíciles de calcular, dada la interdependencia de las economías dentro de un mundo globalizado como nunca lo estuvo en anteriores momentos de la Historia.

Nadie sabe aún, por ejemplo, cuántos de los negocios que cerró el coronado virus volverán a abrir cuando se vaya suavizando el confinamiento. Es de temer que los pequeños comerciantes y, sobre todo, los hosteleros, sean los primeros en pagar la factura en un país como España que extrae del turismo gran parte de su PIB. De ellos dependen varios millones de trabajadores cuyo empleo está en el aire.

Pero no serán los únicos. La economía, ciencia misteriosa, funciona mediante la interconexión de todas sus partes: y es probable que la pérdida de eslabones en la cadena afecte finalmente a la marcha del conjunto. Volver a poner en marcha la máquina, gripada tras meses de inactividad, puede constituir una tarea hercúlea.

Solo se puede intuir que la recuperación no será fácil, al tratarse de una guerra a escala mundial, como bien sugiere el término pandemia. Ningún país, ni aun los menos afectados, va a salir indemne de este conflicto; y por tanto carece de sentido alguno soñar con planes Marshall como los que en su día le levantaron la paletilla a Europa.

Cada uno tendrá que arreglárselas como pueda, según comunicó días atrás a España el núcleo duro de la Unión Europea, que tan fea cara muestra en esta crisis.

Peor estaban, en todo caso, las naciones europeas y, en general, el mundo, cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, si esto sirve de alivio al pesimismo. Todas ellas se recuperaron en un plazo razonable de tiempo para emprender a partir de entonces un crecimiento que las ha llevado a niveles de prosperidad nunca alcanzados hasta entonces.

Esa es la esperanza que nos queda y a la que tal vez debamos agarrarnos. La hora más oscura es la que precede al amanecer.