Cuando el gran Gabriel Marcel fue destinado a la retaguardia en la primera Guerra Mundial, le encargaron identificar a los caídos en el frente y organizar luego la devolución de sus enseres personales a sus familiares. Al recontarlos cada mañana, los cientos de soldados desconocidos de los que debía ocuparse eran para él un frío censo, algo sin la menor importancia. Sin embargo, a medida que entregaba sus pertenencias a sus seres queridos, aquellos números comenzaron a cobrar verdadero sentido y le hicieron comprender en profundidad la desgraciada pérdida de todas y cada una de las víctimas de la contienda a su cargo, que eran los padres de aquellas niñas desconsoladas que le recibían en sus hogares, los maridos de esas esposas con la mirada perdida o los hijos de esos ancianos ahogados en lágrimas que le invitaban a un café.

La muerte de una persona es una tragedia, pero la de millones es una estadística, afirmó cínicamente el genocida Stalin. La tendencia a objetivar los datos de las catástrofes contribuye bastante a olvidar el drama que hay detrás de cada caso, porque vivimos en una sociedad en la que las magnitudes han sustituido a la individualidad, al menos en el escenario público. Tal vez como mecanismo de autodefensa ante la desdicha, preferimos descansar nuestra conciencia en curvas y picos, en proyecciones matemáticas, rehuyendo esa crónica íntima de la adversidad que se repite cada día en cualquier calamidad.

Para quienes experimentan una fatalidad, no hay cómputos o tasaciones que valgan, sino un intenso dolor por el impacto del infortunio en la propia familia. Es la honda vivencia de esa desventura la única que importa, por más que al vecino de escalera le haya sucedido lo mismo. De ahí que en esta materia como en tantas otras, el espejismo de lo social tienda a difuminarse, convirtiendo a la pesadumbre personal en la clave principal, única.

Al ofrecerse cifras diarias de la pandemia, o especular con su evolución, ha de saberse que tras cada guarismo existe una historia irrepetible imposible de reducir a distantes tablas o neutrales logaritmos. Hasta sería preferible que se divulgara por la autoridad simplemente si el problema crece, se mantiene o disminuye, por las informaciones de que se dispongan, librándonos de acostumbrarnos a esa macabra letanía de damnificados, que ha de reconocerse que alimentan más el morbo que las necesidades de transparencia, porque la mayoría desconocemos los intríngulis de las crisis sanitarias y mucho más su alcance en términos estadísticos.

Pero, junto a esta trascendental dimensión humana, está también el asunto de la incertidumbre de las noticias oficiales, siempre objeto de debate en pavorosas situaciones como estas. Al igual que sucede en las contiendas bélicas, en donde resulta difícil ubicar el concreto teatro de operaciones debido a las fuentes cruzadas de propaganda de los bandos enfrentados, en este caso puede estar sucediendo algo parecido, como consecuencia de las diferentes maneras de registrar a los afectados por el mundo y de la desinformación protagonizada por la sanguinaria dictadura comunista en la que ha surgido esta epidemia. Incluso aquí se han planteado serias dudas al respecto, que serán resueltas cuando este espanto termine.

Quizá nos estemos enfrentando a un poderoso enemigo que no solo no se ve ni se huele, sino que tampoco estamos siendo capaces de someterlo a datos del todo fiables. Por eso, bien haremos en considerar con suma prudencia los partes que recibimos cada noche, aunque sigamos confiando ciegamente en los imprescindibles avances técnicos que nos ayuden a salir de esta.