Las tragedias de magnitud descomunal como la presente y que se prolongan en el tiempo acaban siempre por reducir las víctimas a números y por convertir el parte diario de incidencias en una contabilidad rutinaria. A punto de cumplirse un mes del confinamiento aparece por fin alguna luz al fondo del túnel. Las estadísticas denotan que el brote inicia la curva descendente. El hilo de esperanza no puede hacernos descuidar la guardia ni la prudencia, y tampoco atemperar el inmenso dolor por lo que está ocurriendo. Los muertos aumentan por centenares. Solo unos pocos serían demasiados, y por desgracia acabaremos despidiendo a decenas de miles de españoles. Lo que vemos en algunos de los geriátricos gallegos raya lo dantesco. No son recuentos lo que la ocasión requiere, sino rendir cuentas.

Los lectores de LA OPINIÓN A CORUÑA pueden comprobar de un vistazo la incidencia en España del coronavirus en la información gráfica especial que desde el inicio de la crisis este periódico ofrece en la última página. Galicia se está comportando razonablemente bien si la comparamos con la situación desastrosa que sufren otras comunidades. Sus menos de 6.800 casos y más de 300 fallecidos, siendo unas cifras dramáticas porque cada vida que se está perdiendo es una tragedia familiar insoportable, son, con los datos fríos en la mano, una porción pequeña entre los 200.000 infectados totales y las 15.000 muertes en el país. Galicia es la región con la tasa de letalidad más baja de España, con un 3,5% frente a más del 10% nacional. Un porcentaje que incluso podría ser mayor, porque se construye sobre los registros oficiales, que no reales. Estamos convencidos de que si se hubieran hecho test de detección masivos, las cifras se dispararían. Sin embargo, los datos, siendo los menos malos, tampoco nos pueden servir de consuelo. Esos cientos de gallegos fallecidos por un virus que se vio venir y se dejó extender nos causan a todos un profundo dolor.

A falta de conocer las causas últimas, a buen seguro que la condición de comunidad periférica jugó esta vez en favor de Galicia. La ausencia del flujo de movimientos de regiones más dinámicas contribuyó a la menor incidencia del Covid-19. La amplia red sanitaria, la labor extraordinaria, heroica, de sus miles de profesionales y una acertada planificación han ayudado a encarar el golpe sin colapsos graves. Mantener esa malla y potenciarla en el futuro se convierten desde ya en una obligación política, social y moral de nuestros gobernantes.

Pero, como decimos, esas instalaciones por sí solas no habrían servido de nada sin contar con unos profesionales admirables y entregados para salvar a los enfermos. El mimo, la preocupación, la atención jugándose la propia vida, rebasan en mucho los meros cuidados médicos. Los afectados no luchan solos porque los sanitarios les infunden a diario el ánimo y el cariño que no puede llegarles de sus familias. La adversidad ha unido como nunca al personal de los hospitales públicos gallegos. Paradojas de las duras circunstancias, hacía mucho tiempo que no existía tanta colaboración, cooperación, solidaridad, fraternidad y armonía pese a las interminables jornadas y la exposición a los máximos riesgos.

Esta no es, sin embargo, una crisis para ensalzar lo público y denostar lo privado, sino para lograr la excelencia y la complementariedad de ambas sanidades. Queda, no obstante, otra batalla durísima: la de la vuelta a la normalidad, con una lista de espera ya antes larguísima y ahora absolutamente exagerada por la paralización del resto de atenciones.

El horror se vive en los geriátricos, convertidos en cámaras del espanto. En aquellos a los que el virus accede, provoca estragos enormes, sin forma de erradicarlo. Aunque nadie escatime en dedicación, resulta evidente el fracaso de la gestión. Gran parte de las víctimas en Galicia y la mayoría de los nuevos contagios provienen de las residencias. Este sufrimiento de los ancianos indefensos, de quienes gozan de peores recursos para combatir cuerpo a cuerpo con el patógeno, exige un replanteamiento radical. El modelo actual de los centros de mayores, como se ha visto con esta pandemia devastadora, urge de una revisión profunda.

Se está diciendo, y con razón, que tras el coronavirus nada volverá a ser igual. Pues si estamos a las puertas de tiempos de cambios, las residencias, su autorización, organización, disponibilidad de recursos y control exhaustivo, a todos los niveles, tienen que situarse entre las primeras prioridades. Hay que atajar esa idea de que un centro de mayores es un lucrativo negocio en un territorio con una población muy envejecida. Y vaya por delante que el trabajo, la profesionalidad y la dedicación que están demostrando sus trabajadores quedan fuera de toda duda. Aquí no se pone en tela de juicio su labor, sino su gestión.

Si la pandemia se hubiera cebado con otro segmento, como niños o jóvenes, la indignación de la sociedad ya se habría llevado muchas cosas por delante. Qué tremenda crueldad pagar con un supremo sacrificio a quienes ofrecieron tanto trabajo, privaciones y padecimientos para que a los que venían detrás, a nosotros, nunca nada les faltara.

De la economía tendremos, lamentablemente, meses para hablar. Con parches escasos y tardíos, la soga aprieta cada hora un poco más el cuello del tejido productivo. La industria y el sector servicios, en particular el turismo, motores de España y también de Galicia, salen muy tocados.

Como siempre asegura un magnate norteamericano, cuando baje la marea descubriremos a los que nadaban desnudos. Comprobaremos qué sembramos y qué recogemos. Nada cambiará repitiendo los comportamientos sectarios y partidistas, el tacticismo. Abrirse a las críticas ayuda a progresar. Empiezan a atisbarse indicios de que vamos a seguir en lo mismo. Vuelven la política maniquea del eslogan y la trinchera, de las decisiones a ciegas. Otra desgracia que añadir. El acierto en el camino facilitaría el rebote. Los errores nos condenarán durante generaciones.