No encontramos la manera de contar bien los muertos, de cuantificar la dimensión real de la tragedia. A estas alturas nadie sabe el número exacto de los fallecidos por la pandemia. Nadie lo sabe o nadie lo quiere saber.

Esta es una guerra sin caídos. Una guerra entre el involuntario ejército de una humanidad que se defiende torpe y lentamente, y el también involuntario pero eficaz y velocísimo ejército invasor, el del coronavirus. Y como en toda guerra, la información se vuelve propaganda.

Vemos imágenes de aplausos, de ánimos, de balcones desde los que se vitorea a los sanitarios, a los policías, a los militares... Imágenes que quieren levantar la moral de la tropa en esta contienda donde el frente está en todas partes, en cada calle, en cada casa. Y, al mismo tiempo, se nos escamotean las de los muertos, las del duelo y el dolor. Los caídos desaparecen y ni siquiera los contamos correctamente. Solo vamos sabiendo que algunos días la muerte acelera y otros parece que se estancan, que detiene un poco el paso, como si se parase a escuchar el canto de los mirlos, pero el cómputo real es un misterio.

En un verso perdido, Apollinarie dice "era brutal como una cifra". Un clamoroso descubrimiento de este poeta francés que nació en Roma de madre polaca (su nombre real era Wilhelm Albert W?odzimierz Apolinary de Kostrowicki), y que supo ver y hacernos ver que la cifra oculta la identidad, que los números no tienen cara. Pero las hay, una a una, detrás de cada dígito, incluso de los que no conocemos con precisión, hay un rostro y una historia y una vida que nadie cuenta.

Y entre todos los datos, uno terrible porque extrema lo injusto. Están muriendo, mayoritariamente, los últimos de una generación que sufrió la guerra y la posguerra en su niñez, que vivieron una vida de trabajos y privaciones, una vida espinosa, muy difícil, y que ahora ni siquiera en el último trance han tenido un instante de alivio. Vida y muerte capicúa de gente que se va escasamente habiendo sido.

Y tal vez al cabo no importe tanto el número exacto de muertos como que se estén yendo en soledad, sin nadie a quien mirar a los ojos por última vez o a quien decir una última palabra. Y tal vez alguien tendrá una interpretación teológica de esto, pero yo no la tengo. Yo solo tengo el dolor y la certeza de que cuando todo termine no habrá familia que no haya pagado el diezmo, que no tenga, con una lágrima, una muerte que contar.