A finales del siglo XIX, una de cada siete personas había muerto de tuberculosis, y la enfermedad se clasificó como la tercera causa letal en Estados Unidos. Los médicos comenzaron a aceptar la confirmación científica del médico alemán Robert Koch de que la tuberculosis era causada por bacterias: la gente en general tardó en entenderlo, y la mayoría de las personas prestó poca atención a los comportamientos que contribuían a su transmisión. No comprendían por qué ciertos hábitos podían contribuir a enfermarlos. Una de las conclusiones que se pueden extraer de esta nueva epidemia conducirá presumiblemente a un cambio profundo en las costumbres sociales: la expansión y el roce quedarán proscritos por un tiempo, pero habrá que profundizar algo más en lo que nos conviene y lo que no.

Otra conclusión es la certeza de que en las sociedades democráticas los virus no respetan la clase ni el grado. Solo cabe combatirlos con anticipación, sentido de la responsabilidad y cierta cordura. Pero derriban tanto a los prominentes como a los humildes. El cólera mataba con velocidad y la deshidratación hacía que las víctimas se encogiesen llegando a ser caricaturas descoloridas y marchitas. En uno de sus grandes brotes en 1831, se llevó por delante al presidente francés Casimir-Perier, al filósofo alemán Hegel, al teórico militar Clausewitz y al gran duque ruso Constantine Pavlovich, entre otras figuras. También proporcionó gran literatura y un nuevo discurso simbólico en los púlpitos. Bismark decía que la guerra preventiva era suicidarse porque existía un temor a la muerte; estaba pensando en una anciana de Berlín que durante la epidemia se había quitado la vida. Cuando el jurista, filólogo y Premio Nobel de Literatura, Theodor Mommsen, buscaba la manera de describir sus sentimientos sobre el antisemitismo decía que era una epidemia horrible como el cólera que no se podía explicar ni curar. Los virus, además de matar, dejan su rastro en la conciencia.