No todos los héroes son mis héroes en esta situación de pandemia, crisis y encierro. Los que tienen tiempo de coserle una bandera a una mascarilla no son mis héroes, ni la patria que defienden con el verbo inflamado es mi patria. Este gigantesco sacrificio que está haciendo todo un país resulta de la suma de enormes sacrificios personales, familiares, íntimos. Me sobra el lenguaje grandilocuente porque los dolores callados son igualmente reveladores, si no más. No estamos aguantando de puertas adentro porque nos lo pidan los egos inflamados que estos días buscan su minuto de gloria, ni los encantados de manejar la situación a base de soflamas parabélicas. A todos nos llega a diario algún episodio particular de esta pesadilla colectiva, que es una suma de dolores o un dolor escrito en miles de pequeños capítulos, que nos hace relativizar nuestro propio miedo.

El padre de mi mejor amiga murió la mañana de Viernes Santo. Enfermo avanzado de alzhéimer, sufrió quemaduras tras un accidente doméstico. Fue operado, pero no pudo soportar las curas posteriores. En toda esta cadena de percances no contó con la compañía de su familia. Unos días antes, su mujer, que también había sido ingresada por una dolencia grave, se contagió de coronavirus en el hospital, lo que obligó a aislarla y a someter a cuarentena al resto de allegados con los que se había relacionado. De manera que durante dos semanas los hijos y nietos siguieron la evolución de ambos enfermos por teléfono, o gracias a alguna videollamada facilitada por el personal sanitario. Ese contacto fue el último contacto con el padre. Horas después de que la madre recibiera el resultado negativo de su prueba del virus, y de que sus ángeles de la guarda le cantaran Resistiré mientras le decían adiós entre aplausos, el padre de mi amiga falleció. Juntas hemos comentado la incongruencia de que ella no pudiera darle un beso de despedida cuando vive a quince minutos para evitarle un posible contagio, cuando hace seis años yo tomé un avión y un autobús, recorrí mil kilómetros y llegué a tiempo de cogerle la mano al mío dos horas antes de que se fuera. Se han trastocado las distancias insalvables, han aparecido otras. La saturación de los servicios funerarios en la ciudad en que habitan obligó a mi amiga y a su hermano a recorrer cien kilómetros para la incineración, una ceremonia desangelada que duró un suspiro por las restricciones del estado de alarma. Unos breves minutos separarse para siempre de un padre, un buen rato en el control de carreteras donde debieron acreditar que no volvían de una excursión.

La familia de mi amiga no ha podido reunirse para celebrar la vida del padre. Esperarán tiempos mejores porque él, que fue un hombre alegre que de adolescentes nos hacía llorar de la risa con sus chistes, merece que le dediquen un rato bueno, una sobremesa larga y sin prisas; hay mucho que recordar. Aguardarán a que vuelva la normalidad, o al menos la que atañe al cuarto mandamiento que exige honrar a los progenitores. De la normalidad de la economía y el homenaje al mercado ya se preocupan otros. Mi amiga, que forma parte de la actividad esencial, salía de trabajar veinticuatro horas antes de que expirase su padre, y volvió al tajo dos días después de recibir sus cenizas, con una inquietante sensación de irrealidad. De que ese momento fundamental en su biografía no ha ocurrido de verdad.