Quinta semana de confinamiento. Cada vez veo más personas arrastrando a sus perros por el paseo marítimo. Es normal. El cumplimiento de esta disposición medieval, a medida que se prolonga, no resulta igual de fácil para todo el mundo. Lo que ya no me parece tan normal es que en las contadas ocasiones en que veo a un padre con su hijo pequeño, paseando del mismo modo que antes lo hicieran el perro y su dueño, aparezca siempre un coche de la policía con toda su estroboscópica parafernalia. Este celo vecinal, la particular erótica del chivatazo (que recuerda a los tiempos más sombríos de nuestro país), me resulta tan repulsivo que ahora, en mis escuetas incursiones al supermercado del barrio, no puedo evitar mirar con desconfianza a mis enmascarillados vecinos. Cualquiera podría denunciarme por llevar el rostro descubierto, por saludar a un conocido, por tener hijos.

Y es que, en esta crisis, los niños y los adolescentes se han convertido en unos parias, tanto para un Gobierno que, hasta ahora, no había contado con ellos a la hora de tomar ninguna de sus medidas, como para el Consejo Escolar del Estado y buena parte de sus profesores que, en medio de todo este caos, parecen empeñados en evaluar a todo quisque hasta sus últimas consecuencias. ¿Acaso creen que sus alumnos son unas máquinas capaces de pasar por alto todo lo que está ocurriendo a su alrededor: las noticias sobre los cadáveres diarios que se amontonan en las llamadas cifras oficiales, los conflictos familiares, quizá la pérdida de recursos económicos de sus padres o de sus tíos o de los padres o los tíos de sus amigos, la enfermedad y la soledad de sus abuelos, la ausencia de sus amigos en un momento vital donde son lo más importante del mundo (si es que no lo son siempre), la falta de libertad y la invisibilidad que los condenan a permanecer encerrados mientras los perros se pasean alegremente por las calles vaciadas? ¿Y qué pretenden de ellos? ¿Que, a pesar de todo esto, se centren en sus estudios con una diligencia a prueba de habitaciones compartidas, crisis familiares, limitaciones tecnológicas, padres estresados y profesores (muchos de ellos) inexpertos que apenas saben manejar las llamadas aulas virtuales, aferrados a sus programas ya obsoletos mucho antes de que el virus llegase para demostrar la inflexibilidad de un sistema educativo más próximo a una competición opositora que a un verdadero propósito educador? Tomemos aire.

Finalmente, el Gobierno, cargado de razón y a pesar del sentir de muchos profesores y del Consejo Escolar del Estado, ha acordado que todos los alumnos pasen de curso, salvo casos excepcionales. No creo, sin embargo, que deba haber excepciones. El aprobado general me parecería el único acto de verdadera justicia en una situación así, capaz de simbolizar una igualdad de oportunidades inexistente en las aulas, en los colegios y en los hogares españoles.