Les saludo de nuevo, en un día que siempre ha sido un poquito especial para mí. Algo personal, pero lo cierto es que fue un 18 de abril cuando mamá y papá se dieron el sí, quiero, hace hoy sesenta y cuatro años. Corría entonces 1956, con una sociedad y un contexto, a todos los niveles, absolutamente diferente. Mucho ha llovido desde entonces, sí, y buena parte de los entonces protagonistas de la actualidad ya no están entre nosotros. Mamá sigue ahí, fuerte y capeando el temporal, como tantos otros cuyas vidas están tan amenazadas en este momento. ¿Verdad que parece que con las personas pasa lo mismo que con los bienes de consumo? Y es que las de antes estaban fabricadas de una pasta especial, de las que ya no se estilan, lejos de la obsolescencia programada.

Hace unos días hablaba con alguien de la situación que estamos viviendo, y mi interlocutor le sacaba hierro al asunto, desde una especie de asunción de que las personas a las que peor les está yendo tienen ya una edad. Les confieso que me rebelé absolutamente. Porque el edadismo, como todos los sistemas burdos de clasificación de las personas, es en sí una gran injusticia. Y porque todos tenemos derecho a vivir nuestra vida de la forma más plena posible, independientemente del número de abriles, nunca mejor dicho, que atesore nuestro calendario. Para mí que se mueran personas de setenta, ochenta o noventa años -que, por otra parte, no es exacto en esta crisis- es igual de grave en tanto que lacera las expectativas de quien fenece y de su grupo familiar cercano. No me parece de recibo tal tipo de planteamiento, que juzgo frívolo.

Tengo ganas de hablar un día con ustedes, largo y tendido, sobre los mayores. Queda apuntado, ya que hoy quiero referirme a ciertas épicas imperantes, que me preocupan porque están gestadas desde la órbita de las emociones, y no del raciocinio. De todas maneras, y a modo de avance sobre mi postura, piensen ustedes que mi columna se titula Shikamoo, saludo tradicional de la gente swahili a sus mayores, como forma de respeto y de reconocimiento de sabiduría. Y es que es una pena que, en nuestro mundo líquido y posmoderno, hayamos etiquetado a los mayores -más edadismo- en una especie de limbo de ocio y obligada pasividad al que accedemos con una cierta mirada paternalista. Algo fuera de lugar y totalmente ajeno a la pulsión de un colectivo vivo, con necesidades específicas, pero también con una enorme capacidad de aporte a los demás. Y hasta de cambio, como nos han demostrado recientes acontecimientos en el país.

Pero vayamos a las épicas, a los relatos que apelan a la vibración y a la sensación, con los que no puedo estar de acuerdo. Consignas que inundan los diferentes canales de comunicación, y que valoran el trabajo precario y en condiciones de riesgo, cuando deberíamos aspirar a otro paradigma. Sentimientos y ribetes de heroísmo, donde tendría que ser un reconocimiento de la profesionalidad y dotación de medios y recursos. Empresas u organizaciones que a veces no utilizan los procedimientos y métodos adecuados, y que pasan la patata caliente al trabajador, al que le agradecen histriónicamente un riesgo innecesario y que no debería asumir nunca. Pero no se engañen, la mejor forma de valorar a todos nuestros profesionales, de todo tipo, consiste en asegurar el escenario adecuado para el desarrollo de su trabajo, y no en mandarles a lo incierto o hasta lo comprometido, mirando para otro lado y desarrollando un discurso que solo es emoción y palabras.

El éxito se construye en tiempo de paz. Y en momento de guerra global contra un patógeno, como en el que estamos, es cuando hay que beber de esos réditos, y ser consecuente con los posicionamientos iniciales. Por eso no vale hablar ahora de lo majos que son los sanitarios, cuando se ha abanderado un discurso reduccionista y hasta abiertamente agresivo contra ellos desde la gestión. O más de lo mismo en términos educativos. Y no les voy a contar en lo relativo a la ciencia, donde generaciones enteras de protocientíficos caímos, menos o más, ante el escaso interés por la lógica investigadora y creadora por parte de la sociedad y de sus líderes -sumidos en sus batallas y hábiles generadores de burocracia-, burdo reflejo de la misma.

Ortega, en su mágico En torno a Galileo: esquema de las crisis, abordó el cambio y la crisis como elemento dinámico. Las crisis implican oportunidades y, desde una perspectiva científica, el abandono de un paradigma o ciencia normal, para dar cabida a nuevas hipótesis convertidas en nuevo objeto de consenso formal. Ojalá esta crisis brutal, en la que, a pesar de las abultadas cifras de sufrimiento y pérdida, no estamos estadísticamente ante algo absolutamente demoledor en términos de impacto general en la salud de las personas, nos haga reflexionar, y suponga un verdadero afán de cambio en el comportamiento general no ya de nuestra sociedad, sino de nuestra especie. Los virus, y los demás grandes problemas de la Humanidad, no entienden de fronteras. Y, por tanto, o empezamos a relacionar conocimiento, medios, capacidades, alertas y hasta acciones a escalas planetarias, o vendrán tiempos incluso peores, con amenazas mucho más agresivas, en lo que no es sino una cuestión de tiempo.

Cuídense. Sean felices, en lo posible. Y reflexionen sobre qué mundo quieren ustedes.