En el mundo de ayer, antes de que el bicho parase el mundo, corríamos contra el tiempo. El asunto capital era no contagiarse de la implacable pandemia del envejecimiento. Ahora, en cambio, con esta vida lenta y circular en pijama y zapatillas -huyendo del virus estándose quietos-, la humanidad sedentaria ha suspendido, aunque sea unas semanas, el agotador maratón con meta en la eterna juventud. Queda en recuerdo aquella trabajosa momificación en vida: la sucesión de afeites y gimnasios, tintes y depilaciones, dietas, lacas, soláriums, bótox... hombres y mujeres vergonzosamente confinados en prendas dos o tres tallas por debajo de lo recomendable para no necesitar respirador. Cuánto testículo estrangulado, señor mío.

Pero al fin ha llegado la libertad. El pelo crece en lugares insospechados haciéndose greña y mata, siguiendo fielmente las instrucciones del ADN mamífero. No existen las rubias, baja la marea del tinte y la raíz nos cuenta la verdad de la edad. Los abdominales pierden su labrada rugosidad achocolatada: nunca aplanaremos la curva de la felicidad. Los culos, que se habían alzado en armas en millones de gimnasios de todo el mundo, deponen las nalgas y caen rendidos ante la fuerza de la gravedad. Han excarcelado a las tetas. Por fin somos humanos. Por fin hemos abierto las puertas del tiempo para que nos entre en el cuerpo y siga su curso. Nos hacemos mayores a ojos vista. Miren al que tienen al lado: todo eso que ven y que hasta hace poco maquillábamos cada día es el paso de la vida. La belleza del tiempo compartido. Dejen de aplaudir un poco y dense la mano. ¿Lo sienten?