Cuando todo esto haya pasado, habrá tiempo de estudiar los "daños colaterales" de las medidas adoptadas por los distintos gobiernos en sus intentos desesperados por frenar la propagación del coronavirus.

¿Cuánto habrá subido, por ejemplo, el índice de suicidios por cada diez mil habitantes; en qué proporción lo habrán hecho las muertes por violencia doméstica, de las que ya apenas hablan como antes los medios?

¿Cuánta gente habrá fallecido de distintas enfermedades por encontrarse cerrado el ambulatorio, por no estar disponible el especialista que debía atenderlos o simplemente por su resistencia a acudir al hospital por miedo a un posible contagio?

Hablo por teléfono con mis familiares y amigos, que llevan ya más de un mes -¡se dice pronto!- confinados en sus casas, obedeciendo estoicamente las órdenes del Gobierno, sin saber aún por cuánto tiempo, sin vislumbrar una mínima luz al final del túnel.

Por suerte, en Berlín, capital donde me sorprendió la pandemia, se permite al menos a la gente salir de casa, pasear por los bosques vecinos, respetando, eso sí, las debidas distancias y sin formar grupos.

Uno se pregunta por qué no se podría empezar a hacer lo mismo en España, dejar que la gente salga escalonadamente a la calle a hacer al menos una hora ejercicio físico, a respirar aire fresco, aprovechando que la atmósfera está menos contaminada por la disminución del tráfico. Y castigar por supuesto con dureza a quienes incumplan el distanciamiento físico requerido.

Da muchas veces la impresión de que el Gobierno se vio obligado a adoptar las medidas más extremas para compensar la imprevisión mostrada al no prohibir en su día las reuniones masivas de gente, incluidas manifestaciones, partidos de fútbol y demás espectáculos. Pocos gobiernos supieron prever la amenaza que suponía para el mundo el nuevo virus.

Continúan mientras tanto con fuerza en nuestro país las presiones mediáticas y de los poderes económicos sobre el presidente del Gobierno para que rompa la alianza con Unidas Podemos y apueste por una gran coalición con la derecha.

Indican algunos que Ciudadanos, el partido que fue de Albert Rivera, y que, obsesionado con el independentismo catalán, perdió una ocasión de oro para constituir por fin en España una derecha más homologable con las de otros países europeos, parece más abierto últimamente, bajo su nueva dirección, al diálogo.

Recemos por que sea así. La estrategia de la continua crispación en la que permanece instalada el nuevo/viejo PP de Pablo Casado por inspiración de su mentor político, el hombre de las mentiras de Irak y del 11-M, José María Aznar, solo favorece a la derecha más extrema, a los partidarios del "cuanto peor, mejor".

Se han vuelto virales en las redes los mensajes de gentes sin escrúpulos que vomitan su odio visceral contra el Gobierno. Son voces alentadas en muchos casos por tertulianos irresponsables que aprovechan sus tribunas púbicas para crear un clima de opinión "guerracivilista".

Recluidos en sus casas, continuamente pendientes del teléfono móvil, su principal medio de comunicación con el mundo exterior, los ciudadanos son mucho más vulnerables estos días a los bulos que circulan por las redes.

Cuando más necesarios que nunca unos medios de comunicación objetivos y serios, que informen y también que critiquen cuando haga falta, pero siempre con rigor la acción del Gobierno, más amenazados están por la caída de sus ingresos publicitarios.

Una buena información, sobre todo eso que llamamos "periodismo de investigación" que nada tiene que ver con el sensacionalismo y que resulta absolutamente indispensable en la era de la propaganda y la mentira, es algo que no se improvisa. Requiere excelentes profesionales y cuesta esfuerzos y dinero. ¡Sepamos valorarla como se merece!